No sé si le suena la palabra. Su antónimo es hibernación, aplicada a las especies que dormitan el frío invierno de las latitudes altas. Aunque es habitual en roedores, marmotas o marsupiales entre otros, la imagen más habitual es la de los osos. Sin embargo, no todos la realizan. Destaca el oso negro, aunque su sueño es ligero y es cuando las hembras paren y amamantan a los oseznos. Todo esto en los fríos inviernos, pero hacia el mediterráneo y los desiertos tropicales, lo que se impone es la estivación; superar el verano muy caluroso acompañado con la ausencia de lluvias.

Es clarificador observar los anillos de crecimiento de nuestras coníferas: hay dos por año, uno de primavera y otro de otoño. El frío del invierno y la sequía calurosa estival inhiben el crecimiento. Este deseado verano, tras tantos fríos, llegó el 21 de junio para prolongarse hasta el 23 de septiembre durante 93 días y 15 horas. Los rayos del Sol caen más perpendiculares, aunque nunca llegan a los 90º fuera de las áreas tropicales. En el solsticio («sol quieto») de verano, en los 40º de latitud de Castellón, el sol alcanza los 75,4º de inclinación. Con esa inclinación, los rayos atraviesan menos atmósfera y han de calentar menos superficie por lo que su capacidad calórica es más elevada. Unido a las 14,8 horas de duración del día, explican el verano caluroso. También la masa cálida del Anticiclón de Azores tiene su destacada contribución, además de provocar la singularidad mundial de la sequía estival.

En invierno, en el solsticio de diciembre, la inclinación apenas llega a los 26º y la duración del día se recorta apenas 9,2 horas. A pesar de los suaves inviernos mediterráneos, la retirada del anticiclón deja paso a entradas de aire frío que ponen en alerta a nuestra vegetación.