La llegada del Aquarius a València ha sido el éxito de la solidaridad y espíritu humanitario de España, volcada tras la valiente decisión de su presidente, Pedro Sánchez. Frente a la actitud xenófoba de los nacionalistas italianos de La Liga, nuestro país ha dado una lección que puede ser decisiva para reorientar la política de migraciones de la Unión Europea. No podemos dejar que África se desangre en el Mediterráneo mirando para otro lado o financiando a déspotas de terceros países para que frenen las ansias de paz, trabajo y respeto a los derechos humanos que obligan a miles de personas a recorrer enormes distancias y arriesgar sus vidas en travesías desesperadas.

El operativo de València ha demostrado la capacidad de nuestro país para organizar adecuadamente la recepción de emigrantes procedentes de países azotados por la guerra y la hambruna pero también nos obliga a preguntarnos qué ocurre cuando las cámaras no están apuntando hacia nuestra frontera. A pesar de los comentarios maliciosos de algún diario y de los representantes de algunos partidos sobre el efecto llamada de la resolución del Gobierno español, nuestra sociedad ha estado a la altura de las circunstancias y la marea solidaria promete un futuro más justo para los que llaman a las puertas de nuestro país. Hasta aquí todo, o casi todo bien. El problema se plantea cuando se haya retirado la última unidad móvil de las televisiones y, tras ser atendidos de sus heridas físicas y morales, los recién llegados se tengan que enfrentar a un futuro fuera de sus casas hasta que sus países ofrezcan las garantías suficientes para su retorno.

El campo de refugiados y el centro de acogida son, a corto plazo, el éxito de la solidaridad y la humanidad pero, en el medio y largo plazo, se convierten en el fracaso de la inteligencia y la negación de las posibilidades de desarrollo e integración de los acogidos. Europa no puede ni debe encerrar en guetos a los solicitantes de asilo y limitarse a alimentarlos. Hacen falta políticas activas de inserción, que permitan a los recién llegados integrarse en zonas rurales con potencial de desarrollo, en las que puedan construir sus casas, con el apoyo institucional, desarrollar sus profesiones y contribuir a la riqueza del país de acogida. No olvidemos que entre los demandantes de asilo hay agricultores, albañiles, fontaneros, maestros, médicos, panaderos y otras muchas profesiones que quizás no tengan demasiadas posibilidades de desarrollo en las grandes ciudades pero que pueden dinamizar los pueblos del interior.

Lo que hace falta, para que dentro de un mes o de un año vuelva la felicidad a las caras de los recién llegados, son políticos inteligentes que vean en la emigración una posibilidad de desarrollo humano más allá de fronteras y discriminaciones, que entiendan que los llegados son como nosotros, capaces de crear riqueza y mantenerse por ellos mismos, lejos de medidas falsamente caritativas que les releguen a un estado de subvencionados perpetuos ¿Estará la clase política a la altura de la situación?