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Humanidades

Hay quienes sugieren un sistema universitario menos rígido, donde licenciarse de una ingeniería no excluya la posibilidad de estudiar contenidos de otras materias como literatura, filosofía o cultura clásica.

Estamos a punto de producir la generación de matemáticos más brillante de la historia. Futuros científicos con calificación superior al diez prometen la excelencia aunque de momento encabezan las estadísticas de las carreras con más exigencia de expediente para acceder a una plaza. En el lado opuesto figuran materias como geografía, historia del arte, lengua y literatura o filosofía, donde para entrar basta con un modesto aprobado. En mi época de estudiante, el filtro de prestigio entre unos estudios y otros se basaba con frecuencia en estos rankings, con independencia de que secretamente haya mucha más gente que se lleva mal con la aritmética que con los versos de Garcilaso pero no quieran reconocerlo. Las letras eran un cajón de sastre donde íbamos a parar románticos vocacionales o bien aquellos que no sabían muy bien por dónde tirar pero no se querían complicar la vida.

A muchos de los que optamos por nuestros estudios por vocación, la experiencia a lo largo de los años nos ha dado algunas bofetadas de realidad, porque cuando llegas al mercado laboral las cosas no son tan risueñas como pensabas ni es tan fácil cambiar el mundo, pero te queda el consuelo de que has sido consecuente con tus intenciones y es difícil desembarazarse de esa honestidad con una misma. Las opciones en la vida pueden tomarse por fe o por sentido práctico y muchas veces no coinciden las dos posibilidades, así que hay que arriesgarse y apostar.

En mi época, las letras eran el protagonista secundario del hipermercado productivo, pero al menos todos, aspirantes a ingenieros, médicos o poetas, teníamos que superarlas. Hoy las cosas han cambiado, la enseñanza de las humanidades en los últimos estadios de la educación obligatoria es más restringida, más ceñida al circuito profesional que se quiere seguir en el futuro. El modelo de pruebas de acceso a la universidad se ha ajustado a esa especialización y con eso se acentúa la impresión de que determinado tipo de estudios tienen poco encaje en una sociedad convertida en una fábrica de mentes que hay que programar para ejecutar un trabajo determinado y sobre todo para generar dinero a raudales. Apenas se exige formación crítica en lo que antes mal llamábamos cultura general, que ha sido relegada a pasatiempo.

Las matemáticas son una materia apasionante. Es verdad que explican el mundo, pero la estadística de las notas de corte nos devuelve la imagen de una sociedad en la que, a pesar de que no hemos perdido la capacidad de defender nuestras ideas, posiblemente cada vez nos preocupa menos cómo las argumentamos y cuál es la base que las sustenta y nos protege de la falacia, la nuestra y la ajena. Pero el cerebro es más que aritmética; está diseñado para razonar y procesar las emociones para que creen memoria y forgen la personalidad de cada uno. Las humanidades han investigado durante siglos ese aspecto, y han contribuido a desplegar la capacidad analítica de las personas, pero hoy, sorprendentemente, su atractivo parece haberse desinflado. ¿Por qué?

Supongamos que debe tomar una decisión que afecta a otras personas y tiene varias opciones a escoger. ¿En qué basaría su respuesta? ¿En un cálculo de posibilidades numéricas o en las implicaciones éticas de su elección? Esa disyuntiva es, sin ir más lejos, frecuente en política, donde muchas veces falla la cultura humanística. Las ciencias plantean miles de interrogantes (los dilemas) que deben ser analizados desde una perspectiva filosófica. Nuestra lengua, el principal vehículo de comunicación social, es un organismo vivo que evoluciona y conocer el origen (la etimología) de las palabras evita que seamos imprecisos a la hora de expresarnos. La historia es un fenómeno que nos explica por qué nos organizamos de un modo concreto, cómo son posibles otras formas de convivencia y qué consecuencias acarrean. La experiencia siempre ha sido vehículo de aprendizaje, pero el peligro en la formación académica es tender a las restricciones, a suprimir de ese bagaje todo lo que se considera superfluo para la técnica.

Hay quienes sugieren un sistema universitario menos rígido, donde licenciarse de una ingeniería no excluya la posibilidad de estudiar contenidos de otras materias como la literatura, la filosofía o la cultura clásica. La base de las ciencias experimentales, humanas o sociales no es tan distinta; en las matemáticas es frecuente el uso de silogismos, uno de los elementos de la lógica filosófica. La sociología se apoya en modelos estadísticos para medir fenómenos y su incidencia. Tales, Pitágoras o Herodoto se sirvieron del verso para elaborar la estructura de sus discursos científicos. La disparidad está en el uso que hacemos de estas enseñanzas, en cómo canalizamos su practicidad.

Que los chavales se sepan la lista de novias de Justin Bieber pero no les suene quién era Platón debería ponernos en guardia. Que sientan fascinación por las artes, la filosofía, la literatura o el latín hasta el punto de querer dedicarse a ello es la señal de que algo se está haciendo bien en las aulas y eso necesita la complicidad del sistema, para que también les haga creer que tiene sentido dedicar la vida a explorar y seguir descubriendo desde todos los ámbitos quiénes somos, de dónde venimos y por qué estamos aquí.

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