Muertos los dioses, los sacrificios perturban las conciencias. Matamos a Dios para tener la libertad de ser religiosos; el hombre moderno murió también para desentendernos de las tiranías cartesianas. Aunque la ética no consigue aclarar la cuestión animal, hay una moral en la calle que va por delante. La tesis de Yves Bonnardel, que está en estos día de actualidad, dice que no hay que interferir en la vida de los animales en la naturaleza, pero tenemos que intervenir en la vida de los humanos para asegurarles su justicia, felicidad e igualdad: una propuesta de cambio profunda porque la construcción ética no se puede detener en una arbitrariedad como es el límite de la especie humana. Somos superiores. ¿Somos superiores? Entonces hay una calidad que legitima la orden. Tiene matices y graduaciones o es uno limite absoluto? Una cuestión compleja porque en el conjunto de eso que llamamos animales, conviven la bacteria y la ballena. Nosotros frente a todos ellos.

Si el límite es considerar la capacidad de sentir, tal cosa deviene perturbadora porque, además de destruir el ecosistema, proporcionamos mucho sufrimiento a entidades vivas que sienten tanto dolor como nosotros. Éticamente injustificable. El dolor es el mismo, excepto los protozoos e invertebrados inferiores ellos tienen sistema nervioso. Los cambios fisiológicos del sistema nervioso simpático los producen aquellas profundas turbaciones del miedo y el dolor y en esto no hay diferencias significativas con la mayoría de estas numerosas especies no humanas. Entonces, sentir no es suficiente. ¿Cuál es la calidad que nos da derecho a desarrollar esta discriminación basada en nuestra superioridad? Es una ausencia de algo. No piensan el «ser»; por eso algunos entienden que merecen ser víctimas de nuestra situación parasitaria de cara a ellos. Esta conducta humana de reflexionar sobre otros tiene significados. Hay quien piensa que la palabra es el lugar del ser. Entonces, ¿quien no tiene palabra, no tiene ser? Sienten pero no tienen nuestro poder autorreferencial.

Siendo de este modo, ¿podemos disponer de los humanos que no tienen palabra o con menos poder consciente? ¿Qué hacemos con los niños y niñas, y las personas seniles o con los enfermos mentales? Ninguna ética puede defender que sólo los que tienen palabra, conciencia o poder cognitivo pueden disfrutar de derechos frente a otros. Es siniestro defender la cuestión de la existencia de un límite que habilita para decidir sobre la vida. No hay mucha diferencia con un humanismo que colocó a los hombres bajo privilegios aristocráticos y otros fueron animalizados y cosificados para normalizar sus sufrimientos. El Renacimiento no hizo de la empatía una virtud. La reciprocidad, como requisito para determinar la conducta moral, tampoco cierra.

Fuera de la conducta basada en la moral, ¿no existe la dignidad? Si somos una especie superior, tal vez deberían decirlo otros observadores; pero de momento ninguna organización de animales no humanos parece interesarse en nosotros. Los animales no hablan. ¿Los animales no hablan? Los animales no hablan como nosotros. ¿Nos da esto derecho de capturarlos y disponer de ellos? Los animales son menos poderosos. Entonces también tenemos que legitimar la superioridad de unos humanos sobre otros a través de las armas o de los músculos y someternos a sus caprichos. Una ética mínimamente suficiente no puede considerar la dignidad basada en la perspectiva instrumental ni como atributo del poder; la vida digna de por sí. La cuestión animal hoy perturba todos los códigos y se presenta ingobernable a la luz de nuestras categorías. Es una buena oportunidad para generar nueva conciencia.

La ética que emplaza el ser humano en el centro del universo ya no es posible. Nos sentimos en algún momento lejos del Renacimiento y por su falta de compasión, pero esta distancia es relativa. Siendo sensatos, nuestra conciencia no se llena de valor cuando legitima relaciones de esclavitud, sino en el reconocimiento de derechos sobre lo otro, especialmente sobre los que no pueden exhibir tales conductas. La conciencia nos permite aprender incluso de las plantas, de su capacidad para florecer y dar frutos sin ninguna otra expectativa. Esta experiencia que llamamos vida se presenta con el mismo misterio en nosotros que en cualquier otro que observamos y no es menos digna en la carne de un no humano ni está menos presente en las propias plantas. La tierra, la vida, abandonó a miles de especies. La verdadera medida de nuestra superioridad y de que algún día también se olvidará de nosotros.