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Otra vez la Diputación

La detención del presidente de la Diputación de Valencia, Jorge Rodríguez (PSPV), ha caído como una bomba en el escenario político valenciano. Es muy pronto para pronunciarse, y por eso lo primero que cabe lamentar es que la clase política se vea abocada a reaccionar pronto siempre, y siempre de forma tajante, si no quieren verse devorados por la presión social y mediática. Han detenido al presidente de la diputación, pero no está muy claro si los delitos que se le imputan (contratar a dedo a varios militantes del PSPV y de Compromís) son tan graves como para montar una operación policial de este calibre.

No sabemos en qué quedará el asunto, pero, sin embargo, la espectacularidad de la operación y la detención con calabozo incluido ha sido más que suficiente para obligar al PSOE, y al PSPV, a ofrecer la cabeza de Rodríguez en cuestión de horas. El secretario de Organización del PSOE, José Luis Ábalos, le sentenció, y el president de la Generalitat, Ximo Puig, ejecutó la sentencia. Es interesante que ambos lo han hecho, muy probablemente, pensando en colocar a alguien afín al frente de la diputación para sustituir a Rodríguez. O, en el caso de Puig, más bien colocar a alguien que no sea afín a Ábalos, con lo que la conclusión política del asunto, por ahora, es que el número dos socialista en la diputación, Toni Gaspar, que se enfrentó a Puig en las primarias de 2014, asciende a la presidencia.

En todo caso, estamos en los prolegómenos de este asunto, y habrá que ver sus derivaciones. Por ahora, lo que tenemos no parece suficiente para proceder a detenciones inmediatas de los encausados: en España, los jueces ejercen sus prerrogativas con una discrecionalidad que lleva a situaciones difícilmente defendibles, sobre todo si las comparamos entre sí. Años de prisión preventiva para algunos y libertad provisional para otros. Jueces distintos y situaciones diferentes, pero cuya combinación lleva a muchos ciudadanos a ver arbitrariedad en este tipo de decisiones.

Pero, aunque el caso parezca (por ahora) poco importante, ello no significa que sea irrelevante. Parece ser, en realidad, lo de siempre: un partido político que utiliza las instituciones para colocar a dedo a sus afines con salarios públicos que difícilmente obtendrían en concurrencia competitiva. Es decir, los partidos colonizan la Administración y las empresas de titularidad pública como agencias de colocación, con el argumento (interno, pues pocos se atreven a decirlo en público) de que por algo han ganado. El daño que causan a la sociedad es evidente, y desde muchos puntos de vista. El peor, que esas instituciones y empresas son disfuncionales desde el principio y generan todo tipo de problemas, que van agravándose con el tiempo, porque las malas prácticas, la sensación de impunidad y el descontrol se realimentan entre sí.

Y, además, esto es particularmente cierto en instituciones como las diputaciones provinciales, en las que concurren dos problemas: gestionan mucho dinero y no están demasiado sometidas a la vigilancia de los medios ni de los ciudadanos, pues casi nadie sabe muy bien, en realidad, cómo se configuran las diputaciones provinciales, el reparto del poder, y las decisiones que allí se adoptan. De manera que, si un partido político quiere colocar gente, la diputación y sus instituciones dependientes son excelentes candidatas para hacerlo. Ocurrió con Alfonso Rus (y con sus antecesores) y quizás haya ocurrido, aunque sea a pequeña escala, con el PSPV y Compromís.

Es una buena noticia que ahora el grado de comprensión con estas prácticas sea mucho menor, pero quizás nos estamos pasando de frenada donde antes íbamos sin frenos. Un fenómeno del que, en cualquier caso, los responsables no son sólo los jueces amigos de montar performances justicieras, ni los medios con afán inquisitorial; también los políticos que, por un lado, aplican varas de medir cada vez menos respetuosas con la presunción de inocencia y, por otro, buscan espacios en los que aún sea factible colocar a los suyos con la esperanza de que no se note demasiado.

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