El pasado viernes, en Ontinyent asistimos a uno de los actos más emotivos que he vivido y que raramente suelen darse en la vida política: la identificación de un pueblo con su Alcalde. Son pocos los políticos que pueden presumir de esto; y Jorge Rodríguez puede hacerlo.

Pese a las calumnias vertidas sobre él por parte de periodistas desinformados y tertulianos de pandereta; y frente a la improvisación acelerada de algunos fontaneros de partido venidos a más, el pueblo de Ontinyent no se dejó engañar y se lanzó a la calle en un abrazo eterno a su alcalde, convertido en símbolo de la verdadera nueva y buena política. La de la decencia, la honestidad y la gestión rigurosa y humana.

No podemos debatir sobre la investigación policial. Incluso a Jorge Rodríguez le pueden haber inducido a cometer errores administrativos en la gestión de una empresa maldita y heredada de anteriores gobiernos. Pero Jorge no es un ladrón ni un sinvergüenza como la frivolidad contemporánea encarnada en los oportunistas de siempre han tratado, sin éxito, de perfilar su figura.

Aristóteles definía la demagogia como la desviación de la democracia; y esto es lo que ha ocurrido con el caso de Jorge Rodríguez; mucha demagogia, periodismo de garrafón, tertulianos desatados igual que desinformados, mucho ruido desproporcionado que fulmina sin escrúpulos la vida de las buenas personas.

El pueblo está con su alcalde porque a lo largo de estos años ha demostrado que es una persona humilde, honrada, empática y totalmente preocupada por la mejora de la vida cotidiana de sus ciudadanos. Un político que práctica la política que importa, la que toca tierra y se ensucia, la que llora y ríe con sus ciudadanos, la que atiende por igual al trabajador, al empresario de éxito o al inmigrante sin papeles; la que pelea día a día sin asistir a recepciones en las que se escalan puestos, la política que no habla de malos y buenos, la política que es un mal ejemplo para muchos políticos apoltronados en sus despachos. El viernes me sentí muy orgulloso de ser de Ontinyent, de pertenecer a este pueblo entre barrancos y montañas que no se doblega frente a la injusticia; y me sentí muy orgulloso de nuestro alcalde; como recitaba Salvador Espriu «la misma suerte nos unió por siempre: mi pueblo y yo».