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Julio Monreal

Algo torció la deconstrucción

Jorge Rodríguez tenía un plan en 2015, al poco tiempo de llegar a la presidencia de la Diputación de Valencia. Su partido, el socialista, tenía entre sus proyectos la eliminación de las corporaciones provinciales por considerarlas, muy acertadamente, una institución absolutamente prescindible en el Estado de las autonomías. En consonancia con esa directriz, imposible de cumplir mientras no se modifique la Constitución, el joven alcalde de Ontinyent dibujó un itinerario político para adelgazar la entidad: se desharía del hospital General; se desprendería del antiguo psiquiátrico de Bétera y entregaría a la Generalitat competencias y servicios de tipo cultural y social que son propios de esta, reubicando al personal no transferible en áreas que la Diputación mantuviera, y cubriendo así el grueso de jubilaciones previstas para este mandado, al cumplirse el ciclo laboral de quienes engrosaron la institución en los años de la Transición.

Pero algo se torció. Hay quien dice que Rodríguez se volvió ambicioso y quiso retener resortes de poder para jugar a la sucesión de Ximo Puig; muchos responsabilizan de esa partida a su lugarteniente, el jefe de gabinete Ricard Gallego; hay incluso quienes señalan que la joven promesa del socialismo valenciano no hizo más que defenderse del asedio de sus detractores, llámense funcionarios de toda la vida, corrientes internas de su partido, envidiosos de todo cuño y otros aspirantes a heredar la túnica consular.

Entonces, en lugar de deconstruir la diputación en línea con lo que los tiempos y el sentido común indicaban, Rodríguez y su equipo, con la colaboración de los socios de Compromís y la contemplación pasiva de los otros minisocios, Podemos en Comú y EUPV, se lanzaron a la consolidación del sistema que habían heredado del Partido Popular, de Alfonso Rus, Giner, Ruiz, Tarancón... esto es, utilizar la diputación como una herramienta de poder político y de influencia territorial. Cierto es que el gobierno provincial, en estos tres años, ha rebajado la arbitrariedad de las ayudas a municipios y entidades y que ha entregado proyectos y fondos a la Generalitat en línea con la unidad de acción trazada desde los cuatro partidos de la coalición y combatida intensamente por el PP desde las diputaciones que controla en Alicante y Castelló. Pero en lugar de contribuir a desmontar un entramado institucional extemporáneo, Rodríguez y los suyos se dejaron mecer en los brazos de la placidez y la abundancia económica de la que Alfonso Rus presumía delante de su compañero de plaza de Manises Alberto Fabra, insomne cuando llegaba el día 25 y no había en la caja para pagar los sueldos de la Generalitat.

El PP había convertido en sus años de esplendor la empresa pública Impulso Económico Local (Imelsa) en una especie de diputación paralela que permitía a sus gestores actuar con manga ancha, anchísima, sin tener que pasar por los incómodos requisitos de la ley de contratos. La receta no era nueva. Ya se había aplicado en Ciegsa para la construcción de colegios, Vaersa para cuestiones ambientales, y algunas otras con resultados generalmente nefastos en la gestión y con frecuencia salpicados por la corrupción. La diputación efectuaba encomiendas de servicios a Imelsa y esta se comportaba como una contratista más, pero controlada por gerentes del pelaje de Marcos Benavent, el famoso ´yonki del dinero´, repartidor confeso de sobres y prebendas.

Ya desde 2014 había indicios claros de que la podredumbre había anidado con fuerza en Imelsa, pero el gobierno entrante en 2015, el que llegaba para limpiar, cambió a las personas, rebautizó la casa como Divalterra y heredó todas y cada una de las turbias prácticas de sus predecesores. Contrataron a afines, repartiéndose por igual los puestos de alta dirección, cuatro para el PSPV-PSOE y cuatro para Compromís, más dos cogerentes, uno por partido, y en lugar de liquidar la empresa y extirpar el tumor de raiz añadieron hormigón a sus podridos cimientos para manejar un entramado institucional sobre el que el dinero cae por castigo. Alegaban una y otra vez dificultades insalvables, como la imposibilidad de asumir como plantilla propia de la diputación a los cerca de 600 brigadistas forestales, esas personas que cobran menos de 1.000 euros al mes mientras estos días asisten perplejos al aireado de sueldos y contratos de alta dirección que han llevado a seis de sus jefes a pasar una noche en el calabozo. Ahora, Rodríguez o quien le sustituya en la presidencia y el nuevo equipo de gobierno tendrán que cortar por lo sano. Y si el problema son los brigadistas podrán consultar a quienes han hecho posible administrativamente que unos 1.600 empleados de Ribera Salud en el área sanitaria de Alzira se conviertan en laborales fijos de la sanidad pública hasta que se jubilen. O a los artífices de que cerca de 300 trabajadores de la antigua RTVV hayan regresado a los estudios de Burjassot con plaza en Àpunt sin haber tenido que devolver la indemnización que cobraron por su despido.

Las cuestiones que no se han querido abordar en los tres años de mandato provincial atropellan ahora a sus protagonistas. Rodríguez no se quiere ir de la alcaldía de Ontinyent y se está pensando si entrega la presidencia de la diputación. Ximo Puig no puede apoyarle abiertamente por los cargos de prevaricación y malversación y porque el PSOE de Pedro Sánchez y José Luis Ábalos ya le ha enseñado los dientes. Compromís ha tenido que apartar a las personas a las que la ola ha hecho saltar por los aires y no hace más que pedir prudencia, y los otros dos socios no saben si adoptar una actitud de gobierno o de oposición.

Precisamente desde la bancada de la oposición ha llegado una de las revelaciones de estos días en los que la izquierda ha perdido la virginidad en lo tocante a calabozos. El portavoz de Ciudadanos en la diputación, Jorge Ochando, se declaraba sorprendido por las consecuencias policiales de su propia denuncia de los contratos de alta dirección de Divalterra. Aún no se sabe, pero se sabrá, qué ha llevado a policías, jueces y fiscales a efectuar seis detenciones por corrupción (TSJ dixit) sobre la base de que cuando una institución dirigida por políticos contrata a dedo a personas de sus mismos partidos lo hace básicamente para que de sus sueldos públicos se financien las organizaciones gracias a las cuotas mensuales que aportan, y que eso es desvío de fondos. Sobre ese razonamiento, que tiemblen el presidente del Gobierno, todos los presidentes autonómicos, diputados en Madrid y Bruselas, alcaldes y concejales. La justicia, que es incapaz de identificar a sus funcionarios que se escaquean y fichan sin ir a trabajar, considera que ahí hay delito. Y entonces cierra los ojos y descarga el peso de la ley y una noche de calabozo para luego dejar en libertad a los arrestados, ya cubiertos de lodo. ¿Ciega? ¿De verdad?

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