Una celebrada tira cómica muestra a un grupo de tres evaluadores de proyectos ante un candidato que acaba de presentar sus ideas. Los examinadores (quizás altos ejecutivos de una multinacional con poco tiempo para perderse en detalles) le dicen: "Todos estamos muy excitados por su investigación, pero no tenemos tiempo para leer el informe, así que nos gustaría que resumiese sus hallazgos con uno de estos emoticonos". Sobre una pantalla se muestran seis opciones: los ojos de corazón enamorados, el gesto de la mano con el dedo pulgar alzado, una cara de enfado, el montón de mierda, el rostro de pánico que asemeja a "el grito" de Munch, o un saco de dinero. Piénsenlo: en el fondo podrían ser las categorías en las que nuestro pensamiento dividiría casi cualquier cosa.

¿No decían que una imagen vale más que mil palabras? ¿Por qué teclearle a alguien, con la pesadez que eso conlleva (no digo ya para qué llamarle por teléfono), "te quiero mucho, ha sido una velada estupenda", con la sencillez que supone remitir con un golpe de pulgar un corazón palpitante? Habrá quien diga que los emoticonos suponen el fin de la comunicación, aunque en el fondo sólo avanzan en lo que ha sido el signo inequívoco del progreso humano: la simplificación de procesos y la distribución de la realidad en categorías. Las cosas pueden, prácticamente, dividirse en aquellas que asustan, dan risa, nos parecen un asco, las que vemos bien€ Tan simple o tan complejo. Esa capacidad para encontrar analogías y distribuir situaciones diferentes en el mismo saco ha sido, precisamente, una de nuestras ventajas evolutivas como especie.

Whatsapp ofrece en la actualidad un total de algo más de 1.500 emoticonos, de los cuales 300 son rostros. ¿Alguien es capaz de hacer una lista de 300 estados de ánimo? No deberíamos rasgarnos las vestiduras: a fin de cuentas los ideogramas, la representación mediante un símbolo de ideas complejas, son la base del japonés, las señales de tráfico o las matemáticas. Y no por ello se ve mermado el objetivo de transmitir de forma inequívoca una información, que debe ser lo que persigamos al comunicarnos.

Existen ya aplicaciones capaces de traducir a palabras los emoticonos y que, también, realizan el proceso inverso: convierten una frase correctamente escrita en una retahíla de símbolos y caritas que comprendería al instante todo adolescente. Entiendo a aquellos que afirman que el abuso de los emoticonos nos hace perdernos la gran riqueza léxica de nuestro idioma: pero, seamos sinceros, ¿de veras la mayoría de la población utiliza todos esos matices todo el tiempo?

El lenguaje de signos que emplean los sordomudos nació a mediados del siglo pasado. El primer intento fue el llamado sistema Gestuno, que finalmente no fructificó porque no incluía información gramatical ni criterio para formar nuevos signos, pero contaba con 1.500 símbolos: casualmente, el mismo número que emoticonos ofrece Whatsapp.

En una sociedad hiperinformada como la nuestra, el verdadero drama que esconde el chiste al que me referí en el primer párrafo no está en el empleo de emoticonos, sino en la necesidad cada vez mayor de simplificarlo todo para gestionar tal volumen de datos y no caer en ese terreno incómodo de las ideas cuajadas de matices. Con más apremio, la sociedad nos exige tomar decisiones, elegir bandos, marcar casillas en formularios, de modo que quedemos parametrizados, evaluados, constreñidos a una definición. Sin embargo, siempre habrá asuntos, ideas y misterios que se escapen por los márgenes de lo estándar. Hasta que encontremos un emoticono para ello, claro.