El pasado diciembre estuve en Nápoles -donde la Antigüedad aún sobrevive y no hablo de arquitectura ni de arte- con unos amigos. Tranquilícese el lector que éste no será un artículo de viajes escrito para demostrar lo mucho que sabemos de un lugar donde no habíamos estado antes. Lo que sí contaré es que nuestro hotel estaba muy cerca de una librería y que en esa librería colgaba un cartel anunciando la visita del escritor Roberto Saviano al cabo de tres días. ¿Saviano en Nápoles?, pensé: menudo riesgo. Pero la curiosidad ante la escritura -donde el valor, se perciba o no, es uno de sus elementos- puede más que cualquier otra cosa. Así que el día anunciado fui a aquella librería para observar de cerca a uno de los fenómenos editoriales -más periodístico que literario- de nuestro tiempo. En la calle había un par de furgones policiales y carabineros en las aceras. Supuse que en la librería habría policía secreta, pero yo iba a otra cosa, no a jugar a Sherlock Holmes. A Saviano apenas pude verle y de lejos: la librería estaba abarrotada y la gente escuchaba, de pie y en silencio, respetuosamente, sus palabras. La voz -aumentada por el micrófono- era segura, como sus gestos y su mirada, al menos hasta allí donde pude observarla. En algún momento pensé en una hipotética bomba en el local y la hipotética masacre que causaría. Seguro que no fui el único de los allí presentes, aunque todos tuviéramos el mismo rostro -impávido y atento- que tendríamos si asistiéramos a una cita en el 10 de Downing Street.

Por la noche cenábamos en casa de una amiga napolitana con maravillosas vistas sobre la bahía y el Vesubio, y le comenté el encuentro en la librería y su éxito. «¿Crees que desde el miedo, habría ido tanta gente?», pregunté. Ella nos dijo: «No había motivo para el miedo ahora; todos sabemos lo que es Nápoles y por eso mismo nunca darán con él aquí. Será en el lugar más impensado y alejado de Italia. Si ha de ser, allí será, no en Nápoles».

Pensé en sus palabras días atrás, al escuchar al ministro de Interior italiano bravuconear -es su estilo, parece- sobre distintos sucesos actuales. Entre ellos las críticas de Saviano hacia su gobierno. Y entonces sonaron sus palabras como si las palabras no las cargara el diablo. Con media sonrisa de sorna, dijo: «¿Y si le retiramos la escolta a Saviano? Total, casi nunca está en Italia: viaja mucho». Y se rió. En medio de esa risa pensé en las palabras de nuestra amiga napolitana y tras ellas aparecieron otras: Goebbels pidiendo la cabeza del escritor Ernst Jünger a Hitler -y este contestando: «A Jünger no lo toquen»-; a Stalin llamando por teléfono a Pasternak y preguntándole marrulleramente que por qué no había defendido más al poeta Mandelstam -camino en ese momento del gulag debido a los designios del mismo Stalin-; al iman Jomeini dictando la fatwa contra Salman Rushdie; o al poeta Ovidio exiliado en Tomis -entre la humedad, las lenguas desconocidas y los mosquitos- por orden del emperador Augusto. Una orden cuya causa, por mucho que se haya especulado, nunca se sabrá con certeza.

Fuera cual fuera, fue un capricho del poder, de la fuerza del poder, celoso del poder de la escritura y encantado con la debilidad del escritor. Como las otras. Y no otra cosa revelaba el rostro del ministro italiano mientras amenazaba con retirar la escolta de Saviano: el de un matón de colegio permitiéndose bromitas -bromitas que pueden materializarse en serio y eso quiere decir la muerte- que no se permitiría ante otro más fuerte que él. Porque estas cosas, en la vida adulta, son muy parecidas a las que suceden en un patio de colegio y quizá por eso a veces pueden prestarse a confusión.

Una confusión familiar de la de aquellos que, por suerte, sólo han conocido la democracia como sistema político y ha sido precisamente la libertad con la que se vive en un régimen democrático la que les hace confundir el Estado de derecho -sus leyes- con un Estado opresor -sus criminales dictados- cuando nada tienen que ver entre sí. Ni Jünger, ni Pasternak, ni Rushdie, ni por supuesto Ovidio, pero tampoco nuestro contemporáneo Saviano, usaron nunca el término libertad de expresión para defenderse. No podían hacerlo. En cambio, no hay ningún artista en nuestro país que se censure a sí mismo -como sí se hacía durante el franquismo para evitar la censura del gobierno- a la hora de sentarse a escribir, a pensar -sí, a pensar- o a pintar. Que le pregunten a Saviano a ver qué cree de eso.

El debate -al margen de la ley mordaza, a ver si la anulan ya- es otro y todos lo sabemos: los que se sienten perseguidos y se consideran inmunes a toda regla de convivencia, y los demás. El debate debería nacer de aquellos que sí conocieron una dictadura, sus estertores -que son peores que cuando la dictadura se siente estable y permanente-, la censura y los juicios en los tribunales de jurisdicción militar por opinar públicamente de manera diferente a lo que dictaba el régimen político, y entonces establecer comparaciones (salvo aquellos que sólo quieren recuperar la juventud que ya no tenemos y proyectan sobre la realidad su irreal deseo). Y mirar después dónde de verdad existe censura, quiénes son aquéllos a los que no podemos oír, ni escuchar. Quiénes no tienen eco en los periódicos. Cuáles son las amenazas reales y cuáles nacen de la proyección del subidón narcisista. A quiénes se homenajea y quiénes ven despreciadas sus opiniones antes de que se pronuncien. Quizá así nos hagamos una idea más verdadera -si es que la verdad importa ahora- de todo este asunto, sus causas y sus consecuencias.