Va quedando España entre los últimos bastiones del presentismo. Somos ya uno de los pocos países en que al trabajo se va tanto si lo hay como si no; donde uno está de cuerpo presente las horas muertas aunque no tenga nada que hacer; donde laboriosidad equivale a presencia. Una estupidez inmensa que aboca plantillas enteras a la irracionalidad absoluta; que va precipitando gradualmente a los trabajadores hacia el idiotismo.

Al empleado que inicia su andadura en una empresa con la mente sana le choca, primero, la obligación de salir siempre a la misma hora por muy pronto que termine su trabajo. Y los hay audaces, a fuer de lógicos, que tratan de cambiar impresiones al respecto con algún superior, o incluso que tienen la osadía de salir antes. Pero enseguida son amonestados —con ese chillido humillante y absurdo en que consisten aquí las amonestaciones—; de modo que al momento inaugura el asalariado su deriva particular del escondrijo y el disimulo, de la martingala y el paripé, de la increíble habilidad con que un español es capaz de matar el tiempo.

Hasta el más pintado entra en el juego; hasta el más lúcido sucumbe a la inquebrantable rigidez, a la prodigiosa cerrazón, al gigantesco despropósito del horario fijo. Conocí unos tipos capaces de permanecer indefinidamente, inmóviles como lagartos, en la postura del que se dispone a rellenar el depósito de una máquina, pero pausando la ejecución hasta que asomaba el jefe. Aquello era viajar en el tiempo, meter media jornada en el pliegue de un instante, alcanzar el nirvana del escaqueo.

Es imposible combinar un trabajo variable con una jornada inalterable. Yo mismo dormité una vez dos horas y media entre los pasillos de un archivo porque no se podía fichar antes. Entre nosotros no se paga por actividad realizada, sino por tiempo transcurrido. Esto es el presentismo absoluto; la presencia impepinable; un estar a las duras y a las maduras, con tareas o sin ellas; una cautividad empresarial; un país de galeotes; una estulticia colectiva. Hagamos las horas aunque no hagamos nada; ocupemos nuestro puesto; no nos marchemos los primeros bajo ningún pretexto; dejémonos ver; alarguemos el detalle y estiremos la minucia.

El presentismo es lo importante, lo único, lo bello y lo meritorio. Apuremos el presentismo hasta la hez, cumplamos la tradición presentista, estemos todo lo presentes que podamos, como Joseantonios laborales, como presentistas obsesivos y farsantes compulsivos, como pasmarotes. Cuantas más horas mejor. Al rico presentismo e inventar que inventen ellos, porque lo nuestro es aferrarnos al cubículo, subrayar nuestra presencia, ofrecer a la empresa el día entero; practicar, con una generosidad sin límites, el presentismo a ultranza.