Acostumbramos a ver las playas con los mismos ojos con los que vemos cualquier otro suelo de tierra adentro: el terreno no se altera, el material que lo compone apenas se erosiona, y los mojones o vallas que los deslindan y las edificaciones que en él construimos pueden permanecer estables por largo tiempo. Desgraciadamente, las playas no son así.

Las playas son acumulaciones de arena, que es un material suelto, sin cohesión, viajero en el espacio, de la mañana a la tarde, a cuyos granos no se les podría otorgar título de propiedad en favor del dueño del predio donde se encuentran hoy. Y las queremos así. No apreciamos lo mismo una playa de arenas finas que una de gravas. A una costa que estuviera formada por lajas rocosas inclinadas hacia el mar, sin arena alguna, aun siendo apta para el baño, le negaríamos el nombre de playa.

Las playas se han formado por acumulación de millones de millones de esos granos de arena que, ahora sí, proceden de tierra adentro. Es fácil concluir que una playa no se forma en días ni en años, y hemos de acudir a escalas geológicas para estudiar su formación. Tenemos muchos ejemplos de esto en nuestras costas. Así, l´Albufera de València era mar abierto hasta el final del Pleistoceno, hace unos 10.000 años, cuando la masiva llegada de arenas procedentes del Turia y de los otros ríos y cauces, movidas por las corrientes marinas, empezó a formar una restinga o barra arenosa que finalmente la cerró separándola del mar.

Pero también la acción del hombre ha promovido, sin pretenderlo, la formación de playas, como fue la roturación de las tierras de la Vega del Segura que dio lugar a los arrastres de las arenas retenidas por la vegetación y a la generación de la playa de Guardamar, que sólo la reforestación llevada a cabo por el ingeniero Mira estabilizó, no sin que antes quedaran sepultadas por grandes dunas las casas de primera línea, hoy a más de ochocientos metros del mar.

Estos dos ejemplos corroboran el vínculo entre erosión interior y playas, y nos adelantan la respuesta a la pregunta de qué ocurre si combatimos e impedimos la erosión: las playas retroceden y finalmente desaparecen. Durante siglos, el hombre ha abancalado montañas, construido azudes y presas, derivado agua de los ríos para aprovechamientos agrícolas urbanizado terrenos, y en general ha actuado para estabilizar terrenos donde desplegar su actividad económica o social. Todo ello ha sido encomiable y nos ha proporcionado bienestar, pero con un coste por las arenas retenidas que alimentaban las playas que aún no se ha subsanado.

Como hemos visto, en mayor o menor medida muchos son los agentes de la retención de arenas, y todos deben sentirse concernidos en aras de lograr su restitución. Somos los ciudadanos particulares los beneficiados pero son las administraciones las que deben articular el modo en que los beneficiados por las obras que lo impiden restituyen los áridos hurtados a las playas. Las competencias en aguas no se agotarán hasta que se corrijan los efectos de su regulación por las presas. Las competencias en recursos forestales no se agotarán hasta que se articule alguna alternativa para no privar a las playas del detritus erosivo que una reforestación ha inmovilizado. La falta de áridos no es el único mal que aqueja nuestras playas pero sí es, con mucho, el más importante, y llevamos decenios, siglos, sin reponerlos.

Cada vez que veamos una playa con ondulaciones en su superficie, con una línea distinta de costa según sea Garbí o Llebeig, debemos acordarnos de que es gracias a que el material que la forma campa suelto, no permanece quieto, no es de nadie y nadie debe impedir que se mueva para que fluctúe entre el mar y las dunas que deben culminar la playa. Para que así ocurra bastará que no la privemos de la llegada de su elemento: los granos de arena.

El cuidado de las playas tiene dos frentes de acción, procurar por las fuentes de arena que las alimentan y dotarnos de instrumentos jurídicos que al amparo de su consideración de dominio público regulen cómo delimitarlo y usarlo. Errores en calificaciones anteriores de terrenos que forman parte activa de las playas y debían haber sido tratadas como tal, han dado lugar a construcciones que han resultado perjudiciales para el litoral, y cuya solución nunca podrá ser a satisfacción de todos los afectados.

Si cuestionamos la presencia de construcciones en los cauces de los ríos, cuyo curso alteran, provocando inundaciones aguas arriba y reducción de escorrentías en zonas aguas abajo, y sin que podamos desconocer los derechos de tenedores de suelo y edificaciones enclavadas en playas, es necesario evaluar los efectos de la permanencia de las construcciones que ahora alteran el curso de las arenas con acumulaciones y socavaciones en el entorno del obstáculo que ha impedido su libre movimiento. Ciertamente, no es exigible el mismo rigor en los cauces fluviales que en las playas, ya que el agua se mueve a velocidad relativamente alta y responde a los obstáculos produciendo inundaciones de manera inmediata, mientras que las arenas se desplazan lentamente precisando de tiempos mayores para afectar a la geografía de la playa.

Es gracias a esa lentitud de movimientos que la playa pueda ser ocupada con pequeñas instalaciones, popularmente conocidas como chiringuitos, sobre todo en verano, cuando los vientos y temporales de mar son muy poco frecuentes y de intensidad reducida cuando se dan. Pero sin olvidar que la llegada del otoño exige devolver la libertad a toda la superficie de la playa para permitir su evolución y facilitar la respuesta a los temporales que puedan acometerla, amortiguando su energía y protegiendo así el territorio. El valor, inmenso, turístico, lúdico y generador de riqueza, de las playas precisa ciertamente de su existencia física previa para manifestarse. Aprovechamientos excesivos en superficie o prolongados y excedidos en el tiempo pueden atacar precisamente la base de la actividad que quieren defender.

Las medidas que trascienden adoptadas por las administraciones en defensa de las playas suelen ceñirse a recuperaciones de espacios ocupados y limitaciones de aprovechamientos, limitaciones que apenas son entendibles en temporada estival, cuando las playas son estables, pero necesarias en el ciclo meteorológico anual de la costa. Si la crisis económica sufrida ha supuesto una fuerte reducción de inversiones en obra pública, las inversiones en la costa no han sido una excepción. Urge implicar a todas las administraciones en la compensación por la reducción de los aportes de sedimentos. La reforestación de los bosques y la regulación de los ríos deben generar recursos económicos dedicados a las playas. Así lo establece la Directiva Marco del Agua, aun insuficientemente cumplida.

Las tradicionales listas de exigencias de inversión en obra pública, habitualmente integradas por demandas de carreteras, ferrocarriles, captaciones y depuración de aguas, puertos y aeropuertos, deben empezar a incorporar las obras de regeneración y conservación de la costa. La ingeniería tiene soluciones para alimentar las playas manteniendo o incrementando las obras de regulación de ríos y los recursos forestales. Recurrir a ella es hoy una necesidad, que debe ser impulsada por todos. A todos compete.