El cine LGTB está logrando por fin salir del nicho, como lo demuestran los éxitos recientes de La vida de Adéle, Moonlight o Una mujer fantástica. Merecido, por supuesto ¿Consolidado, unánime? Comienzo repasando la filmografía. Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005) reventó el mito de que no había homosexuales entre los vaqueros. Obtuvo tres Oscars (dirección, guión adaptado y música) y controversia sobre si la película era buena por sí misma, además del tema.

Otros dos gremios donde existe un fuerte tabú son el deporte y el mundo rural. La batalla de los sexos (J. Dayton, V. Faris, 2017) recrea con gracia la lucha de las tenistas por la igualdad y de paso desvela la salida de armario de su protagonista, Billie Jean King. La británica Tierra de Dios (F. Lee, 2017) es lo opuesto, un drama rural, denso, e introvertido sobre un joven pastor que lleva fatal su preferencia sexual hasta que un temporero rumano le centra.

Otro yin y yan, esta vez con adolescentes. La frescura y optimismo de Billy Elliott (S. Daldry, 2000), frente al existencialismo de Heartstone (G. A. Goumundsson, 2017). Chicos de un pueblito islandés sufriendo las penurias, inseguridades, zancadillas y arañazos del paso a la fase adulta con el agravante de la intransigencia de los adultos hacia la homosexualidad.

Si Islandia no es un paraíso de comprensión y fraternidad asociado a los países nórdicos, tampoco lo es Finlandia. Tom of Finland (D. Karukoski, 2017) es un biopic sobre un artista gráfico que llegó a ser el Vargas de su colectivo, aunque en sus inicios sufrió la dura represión policial local.

Más películas destacadas. 120 pulsaciones por minuto (R. Campillo, 2017) recrea el activismo a principios de los noventa de colectivos gais franceses para que se disociara el sida de ellos y para que las farmacéuticas no se forraran a costa suya.

Una mujer fantástica (S. Lelio, 2017, Oscar a la mejor película forastera) es provocadora en premisa. Un hombre casado muere en manos de su amante, que resulta ser un travestí. Éste lucha sólo, duro, por su dignidad. Más, demasiado literaria es la siguiente película del director, Disobedience (2018) sobre el amor de dos mujeres en una comunidad muy religiosa de EE UU.

Call me by your name (L. Guadigno, 2017) es más ruido que nueces. Romance veraniego en la campiña italiana entre un adolescente y un apuesto adulto. Moonlight (B. Jenkins, 2016, Oscar a la mejor película del año), es mucho más contenida, casi con aire a Wong Kar Wai, y argumento transgresor, afroamericanos homosexuales y humildes en la supuesta paradisíaca Florida.

Muy intenso, fou, desatado, adictivo y desacomplejado es el amor de Adéle y Emma en La vida de Adéle (A. Kechiche, 2013, Palma de Oro en Cannes). Elegante es el de Carol (T. Haynes, 2015) sobre pincelada autobiográfica de Patricia Highsmith.

¿Esta acumulación creciente de producciones y premios supone mayor aceptación de este colectivo? Un poco sí, evidente. Con matices. Se ha avanzado más y no en todos en los países occidentales, con la amenaza permanente de los populismos. Los países islámicos y asiáticos siguen con el candado. El cine indio con su inmensa producción y variedad estrena algunas producciones dirigidas a un público muy minoritario y culto. Por tanto es muy improbable que un héroe o superhéroe no heterosexual triunfe de modo equivalente a lo que Black Panther ha supuesto para las comunidades de origen africano.

Dos nubarrones más en el horizonte. Por un lado, dentro del propio colectivo LGTB se alzan algunas voces (v.g. el periodista E. Alex Jung en Vulture) de que muchas de estas películas no dejan de tener un tono sentimentalista, políticamente correcto, cristianamente integrador; y que debería surgir un cine propio, diferenciado.

Disiento. El cine es ante todo cine, la calidad se reconoce por encima de géneros y temas. Y todo lo que suponga superar los apolillados estereotipos beneficia a los hasta hace poco marginados o perseguidos, aunque se deba pagar cierto peaje de blandura y paternalismo.

El otro nubarrón es el que sufren los actores que salen del armario. Dos se han quejado en público recientemente. Rupert Everett en el Hay Festival sostuvo que desde que anunció su sexualidad sólo le han ofrecido papeles similares al de Cuatro bodas y un funeral. Ian McKellen (entrevista en Time Out) lo sufrió más hace décadas (en 1983 el productor Sam Spiegel le echó con cajas destempladas de su despacho cuando el actor lo comentó inocentemente). Ahora ve más tolerancia, pero le duele que un alto porcentaje de actores, algunos muy conocidos, no se atrevan a sincerarse por miedo a torcer sus carreras.

Luces y sombras, como se ve. En los jurados de los certámenes de cine y un público occidental creciente la sexualidad ya no es un estigma. En la sociedad, como lo atestiguan las mujeres de #Metoo, queda camino por delante, avances y no pocos retrocesos.