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Alfons García03

Juego sucio

Retrato personal de los sucesos que en los últimos dos años y medio han puesto a la vieja Imelsa a las puertas de la liquidación y al (ex)presidente de la diputación buscando hueco en el cementerio de la política.

Juego sucio. Eso es lo que ha sobrado en Imelsa (o Divalterra, si lo otro les suena a podrido). La empresa ha explotado harta de bombas de un lado y de otro. Demasiadas minas en tan poco terreno donde pisar. Se va a ir por el sumidero de las aguas fecales porque unos y otros, todos de dentro, supuestamente amigos y compañeros de partido o de coalición de gobierno, han actuado mirando el beneficio propio y el perjuicio del de enfrente. Demasiados enemigos y demasiadas deflagraciones en una empresa que no daba para tanto. Diría que las víctimas son los soldados rasos, los técnicos y, sobre todo, los centenares de brigadistas que trabajan los montes por un sueldo mileurista, pero tampoco conviene mirar muy de cerca, porque si se hace, uno se encuentra con que casi todos entraron a dedo, como los altos directivos de ahora, sin proceso de selección. No es una impresión. Lo dice uno de esos informes jurídicos que han pasado por el consejo de administración creando tanta discordia: de una plantilla de 679 personas, solo 17 han superado un proceso de selección.

Imelsa es la historia de una perversión. Nació en los ochenta, otros tiempos, de la mano del PSOE, y uno de sus fines era evitar la despoblación rural en el interior de València, ofrecer una salida mínimamente digna a algunos jóvenes parados en edad de trabajar para que no huyeran a la ciudad. Era todo más informal. Otros tiempos. La corrupción aún no había puesto las alarmas tantas sensibles. Bastaba con llamar al alcalde de turno y pedirle algunos nombres del perfil citado. Imagínense lo que vino después. La cosa se fue distorsionando, como ha quedado claro en las diferentes investigaciones judiciales a partir de Imelsa, porque una sola causa era poco. Había para más. Jorge Rodríguez está investigado, su equipo también, por presuntas contrataciones indebidas de directivos y por supuestamente perseguir y amenazar a técnicos que se oponían a sus planes. Les ha costado más caro que a alguno que colocó en el pasado a decenas de familiares y amigos (mirar la lista de empleados provocaba asombro al ver tantos apellidos repetidos), o a quiénes iban a Marcos Benavent, el yonqui (del dinero), a pedirle que colocara a este y aquel otro asesor a través de la siempre fácil Imelsa. Se ha contado en sede judicial. Todo cabía en Imelsa.

Pero los tiempos son otros. No vale mirarse en el espejo del pasado. Porque además todos sabían ahora el terreno que pisaban en Divalterra, esa «piedrecita en el zapato» (JR dixit) que los mismos que iban a sanearla empezaron a pelearse por quien la controlaba. ¿Para qué tanto esfuerzo?, se pregunta un cándido. Vanidad y poder. Rodríguez y los suyos tenían que hacerse valer ante quienes los habían colocado, también suyos, pero menos: José Manuel Orengo y en el último término de ese cabo suelto, Ximo Puig. Hacer ver que no eran marionetas. Así que Orengo y su gerente, por los aires. Y la caja de los truenos destapada. Guerra declarada con bombas en los medios de comunicación. Porque los que están en la trinchera de Imelsa (ya Divalterra) tampoco aceptan sumisos el nuevo orden de cosas y no dimiten si no les gusta el cariz de las cosas con el nuevo gerente, el amigo personal del presidente. Conocen el campo de batalla y utilizan sus armas: son la cogerente, Agustina Brines, y los demás directivos que tropiezan con un gestor, Víctor Sahuquillo, que demuestra pronto que las circunstancias le superan. Nada es gratuito. El torpedo insalvable de la factura de los gintonics se encuentra con el tomahawk del contrato (proyecto) de 600.000 euros para una abogada a la que se podía vincular con los otros. A disparar que, si se quiere, en Imelsa (o como se llame) hay munición para todos. «Te voy a matar». Es una de las frases incluidas en la denuncia que unos empleados interpusieron contra Rodríguez y su guardia. El lenguaje a veces es más claro que lo hechos. Sin balas de verdad ni navajazos sangrientos, es lo que estaba pasando. Que empiecen a circular documentos en forma de misil y que exploten con tinta en páginas de periódicos. El final, ya lo saben. Como en el poema de García Lorca, el presidente, aquella joven promesa de sonrisa franca de la política valenciana, asesinado en el cielo. Hizo falta más poesía y menos arte de la guerra. ¿Y para qué tanto esfuerzo?, sigo preguntándome. Poder y vanidad.

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