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Conventos y militares

A lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, la ciudad de València abrazó el espíritu de la Contrarreforma católica como pocas urbes europeas. La capital valenciana fue trentina gracias al liderazgo del Patriarca, san Juan de Ribera, quien aunó el poder político, militar y religioso en su lucha contra el protestantismo. Apenas se cuentan grandes ciudades tan eclesiales y barrocas como la archidiócesis valentina, tal vez Sevilla, Roma, por supuesto, y quizás Viena. Otros centros comerciales que a lo largo del Mediterráneo habían tenido un período de apogeo durante la Baja Edad Media, las repúblicas itálicas, Barcelona, Palma€ no vivieron este proceso.

La València barroca multiplicó su población y su actividad económica, pero bajo el férreo liderazgo de la iglesia, institución que apenas sufrió quebrantos por la expulsión de los moriscos que sí terminó por arruinar a la nobleza valenciana. Nace así la València conventual de la que hablarán historiadores como Escolano o Sanchis Guarner -no así Joan Fuster- que alcanzará su cénit en el siglo XVII, cuando se censan más de 60 edificaciones religiosas en el núcleo intramuros de la ciudad. Un sexto de las propiedades urbanas de esa València interior pertenecía entonces a la Iglesia, cuyas órdenes y parroquias organizaban los calendarios de las cofradías laborales y las celebraciones festivas, enterraban al patriciado en los claustros de sus conventos, recibían las rentas agrarias de buena parte de la huerta y hasta ejercían como precursoras cajas de ahorro prestando dinero en forma de censales.

La ciudad se llenó de cúpulas como muestran las primeras cartografías serias de València, las de Mancelli o el padre Tosca. Esta situación duró hasta las guerras napoleónicas, al comienzo del siglo XIX, cuando las necesidades militares trasformaron muchos conventos en cuarteles por razones de eficiencia espacial que no de liberación ideológica. La posterior desamortización de Mendizábal liquidará una buena parte de aquellas vastas posesiones de la Iglesia, repartiéndolas entre la burguesía emergente y dejando también en manos del Ejército algunas de las estancias que había venido ocupando.

Ese último caso es el del convento de Santo Domingo, sobre el que se ha propiciado la polémica recientemente. No es una edificación barroca, aunque posee elementos de ese periodo, sino sustancialmente medieval. Su importancia histórica y arquitectónica guarda relación con la etapa de esplendor del Reino de Valencia, cuando fue designado como panteón real en tiempos de Alfonso el Magnánimo. Allí, como saben todos los bachilleres valencianos, predicó el dominico san Vicent Ferrer, y su alumno san Lluís Bertràn, ambos ordenados sacerdotes en la impresionante sala capitular, claro antecedente columnario de la Lonja, y allí trabajaron los dos más grandes arquitectos valencianos, Francesc Baldomar y Pere Compte, cuyas bóvedas pétreas de la Capilla de los Reyes constituyen una de las cumbres del gótico tardío europeo.

Junto a la contigua Ciudadela, Santo Domingo constituyó un frente militar en el corazón de la ciudad, cuyo baluarte de origen borbónico tenía más utilidad como instalación de vigilancia de una urbe enemiga -austracista- que no como edificación defensiva contra imaginarios ataques berberiscos. Como se sabe, el mencionado baluarte de la Ciudadela fue apasionadamente demolido cuando se ordenó el derribo de las murallas, y con posterioridad, en los años 60 del siglo XX el antiguo cuartel de artillería y su patio de armas fueron objeto de una serie de operaciones urbanas de alto rendimiento especulativo, como se puede comprobar en la actual calle del Cronista Carreres. Los militares ya se habían replegado al convento, donde se organizó la Capitanía General durante muchas décadas.

Ahora, una torpe iniciativa parlamentaria de Compromís ha exigido el retorno de Santo Domingo a la autoridad civil, seguida de otras torpezas por parte de los responsables patrimoniales de la Generalitat. Todo lo cual ha dado en un reforzamiento de la consideración de los militares y sus posesiones conventuales. Se ha recordado, apelando al sentido común, que gracias a la presencia del Ejército el viejo convento se mantiene más o menos cuidado, frente a unos políticos pardillos y cortoplacistas, impulsados por el maniqueísmo ideológico.

La cuestión nunca debió plantearse en tales términos. Santo Domingo es uno de los epicentros históricos de la memoria valenciana, pero conviene saber que nuestro pueblo es bastante ajeno y meninfot en relación a su propia grandeza histórica, y que cuando se ha puesto a conocerla la ha recreado de un modo radicalmente ideologizado, provocando más perturbación que calma y conocimiento. Y también resulta aconsejable señalar que la mayor parte del patrimonio cultural transferido del Estado a la Generalitat no ha sido gestionado, ni ahora ni antes, con los fondos, el funcionariado y el interés político adecuado. Así que antes de pedir nada más convendría mejorar los presupuestos y la organización cultural autonómica, cuyo papelón en San Pío V o en el Archivo del Reino, deja bastante que desear.

Pero al mismo tiempo es importante reflexionar sobre la innecesaria y hasta peligrosa presencia de instalaciones militares en núcleos densamente urbanizados, donde resulta muy difícil preservar los mecanismos de defensa más sofisticados. La propia operatividad militar mejoraría muchísimo en otros espacios, Bétera, sin ir más lejos, donde además del centro operativo de la OTAN existen amplias propiedades públicas abandonadas que podrían servir de trueque con el Ministerio de Defensa.

Una negociación franca y leal entre las autoridades culturales y militares en orden a conseguir el mejor escenario para todos, debería ser el camino. Un escenario en el que la vuelta de Santo Domingo como conjunto cultural -tal vez como un museo didáctico y centro de estudios de la época foral, incluyendo los activos del Ejército- sería un extraordinaria logro para todos. Y dejarse de esa querencia antimilitarista tan falsamente progresista que solo sirve para ahondar en sentimientos de desconfianza mutua que hace tiempo deberíamos haber abandonado los españoles.

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