Y parece que fue ayer, cuando aupadas por el deseo de los votantes de izquierda y probablemente con la ayuda de un PP salpicado de casos de corrupción, las autodenominadas fuerzas progresistas se unieron por un govern per al canvi a través de los acuerdos del Botánico. Tras 24 años de gobierno de Rita Barberá, entraba un alcalde de izquierdas en el Ayuntamiento de València y las mismas fuerzas reconquistaban la Generalitat tras 20 años de gobierno de la derecha. El cambio político no fue el fruto de una lógica alternancia, sino un hecho largamente esperado que despertó grandes expectativas, tantas como en la campaña los partidos del Botánico fueron alentando.

Recuerdo la noche de celebración como una fiesta popular muy nutrida, con muchos más colectivos que los estrictamente políticos: allí estaban Salvem el Cabanyal, los ecologistas y tantos otros grupos ciudadanos que habían sufrido el gobierno del ladrillo, la corrupción y los PAIs. Sin embargo, no todo fueron alegrías, pronto llegaron las dificultades que entraña el ejercicio institucional de la política: luchar contra la falta de personal, contra la inercia funcionarial de tantos lustros y la lentitud de los procesos administrativos, la falta de recursos económicos y la no siempre fácil coexistencia ideológica entre el PSPV-PSOE, Compromís y Podemos.

Tres años después, y ya con la vista puesta en las próximas elecciones autonómicas y municipales, procede hacer el balance de las luces, las sombras y los claroscuros de esta etapa. Yo siempre he pensado que tras tantos años de política-apisonadora del PP, un verdadero govern per al canvi debía tener un cierto cariz revolucionario, con propuestas suficientemente radicales que reflejaran la transformación anunciada. Por ejemplo, apostar por una verdadera sinergia entre diputaciones y consellerías, que tantas veces solapan sus actuaciones; una invitación -no solo simbólica- a la sociedad civil a participar en la toma de decisiones; potenciar la activación asociativa en los barrios; luchar de forma eficaz contra la pobreza; tomar medidas valientes de protección y recuperación de la huerta; un plan ambicioso de vivienda pública y ayudas al alquiler para los jóvenes, etcétera.

Pero, ¿es posible todo lo anterior con las dificultades presupuestarias, la deuda, y demás problemas propios de un gobierno de coalición? Difícilmente, por muy buena intención que hubiera. Donde más claramente se ven los cambios positivos es en algunos ayuntamientos, en el de València sobre todo en actuaciones participativas y en movilidad. Sin embargo, no existe fuerza -o voluntad- suficiente como para revertir procesos destructivos heredados, como la ZAL, o cuestionar las grandes obras públicas que siguen amenazando nuestro territorio.

Como era de esperar, el PSPV ha resultado bastante continuista en las grandes dinámicas económicas y productivas, y Compromís y Mónica Oltra andan un tanto difuminados dentro de la coalición. Tampoco Podemos ha mantenido el tirón inicial, y ya no sigue Antonio Montiel, con su mayor experiencia política, encabezando el grupo. Con todo ello, no pretendo constatar la ausencia de buenas intenciones y algunas buenas iniciativas, pero la pesada maquinaria institucional y legislativa las ha frenado o dilatado mucho, y para el ciudadano medio los cambios prometidos, aunque estén en proceso, no han acabado de adquirir visibilidad.

Eso sí: hay más control a nivel de transparencia y de igualdad, y mayor sensibilidad social; ya no hay proyectos faraónicos -ni dinero para hacerlos, en cualquier caso- ni políticas propias expresamente destructivas del patrimonio natural y cultural, sino todo lo contrario, pero muy lentamente. Una lentitud que no deja traslucir la voluntad de cambio radical que se anunciaba, un ritmo pausado que tampoco anima a la ciudadanía a implicarse mucho en apoyar a los mismos que tanto prometían.

Sin embargo, decíamos, tampoco es evidente que en la actual coyuntura fuera factible hacer mucho más: la llamada nueva política se desvela débil en relación a los intereses del capital y a las sólidas inercias establecidas; da la sensación de que sus deseos programáticos no llegan realmente a adquirir condición de realidad. Tampoco resulta fácil contrapesar en un plazo tan breve los improbables sueños de la ciudadanía, durante tantos años fascinada por promesas de consumo y crecimiento, muy alejadas de la austeridad necesaria en procesos de reajuste económico y reequilibrio ecológico.