Los que desde siempre venimos afirmando que la corrupción es un problema inherente a todo gobierno y que forma parte del ADN de los políticos, hemos visto como nuestras palabras se confirmaban con las detenciones que se han producido recientemente en Divalterra o en la macrooperación Enredadera seguida en decenas de municipios gobernados por PSOE, PP y Cs.

El clientelismo, la necesidad de enchufar a muchos calientabanquillos de partidos políticos o la simple ocasión de meter la mano en la caja de lo público, hace que la corrupción se haya convertido en una de las cuestiones que afectan más negativamente al propio sistema democrático, siendo percibida por los ciudadanos como un elemento intrínseco al poder. Con ello no quiero decir que este tema pueda poner en peligro los cimientos sobre los que se asienta nuestro Estado de Derecho, sino más bien al contrario, estoy convencido de que sólo se puede luchar contra esa lacra teniendo unas instituciones fuertes, democráticas y donde se garantiza el imperio de la ley.

En estos días hemos escuchado declaraciones cargadas de demagogia y donde se intentaba trasladar la responsabilidad a una persona jurídica, como si Imelsa o Divalterra pudieran delinquir. La solución no pasa por cerrar o adoptar medidas injustas y que sólo castigan a los cientos de trabajadores y trabajadoras que están allí prestando sus servicios. El gran problema con el que nos hemos encontrado durante años, y que parece seguir anidando en determinadas instituciones, es que los políticos utilizaban la opacidad de algunas empresas públicas para vulnerar la legalidad y robar a los ciudadanos. A partir de ahí, debemos depurar responsabilidades y debemos hacerlo con valentía, no como se está haciendo hasta el momento, asumiendo que la responsabilidad debe recaer en exclusiva sobre los gerentes de esos organismos y los políticos que los designaron.

Como indica la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, son los Estados quienes deben promover medidas coordinadas y eficaces para garantizar una debida gestión de los bienes y asuntos públicos, integrando la transparencia y la obligación de rendir cuentas en la actividad política de un país. De ese modo, la independencia judicial y unos medios de comunicación libres, capaces de señalar al corrupto, son elementos indispensables para poner freno a este problema. Junto con ello, también debemos reconocer que desde hace tiempo España necesita de la aprobación de un plan nacional contra la corrupción, en el que converjan todas las fuerzas políticas, estableciendo mecanismos eficaces de control externo. Sólo entendiendo que la corrupción es un problema general y generalizado, seremos capaces de plantarle cara.