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¡Imaginación!

Hace años referí un acontecimiento que, por cierto, he recordado durante toda mi vida. No tuvo repercusión internacional, ya lo advierto, pues acaeció en mi cocina, pero juzguen ustedes: sucedió que el grifo del fregadero comenzó a funcionar de una manera incoherente -por decirlo sin apasionamiento- y el fontanero que vino me anunció, tras un primer reconocimiento, que tenía que ser levantado todo un frontispicio de ladrillos pues no estaba claro en dónde podría esconderse la maldita avería. Si me hubiesen dicho que me habían detectado una enfermedad maligna no me hubiese causado peor impresión. «Levantar ladrillos», eso dijo. Albañiles, fontaneros, averías agazapadas... Y eso significaba el crack de nuestro ordenado ecosistema familiar. El fontanero se fue diciendo que, en cuanto lo pensara, le diera un toque de teléfono. Me quedé desolada, sin saber hacia dónde tirar... «¿Y si fuera a una vidente?», pensé. Porque las novenas a santa Rita, dado mi natural descreído, no me pareció que fuera una actuación eficaz.

En esas estábamos cuando apareció una amiga, y habiéndole contado yo mis cuitas -parezco hoy sacada del Quijote...- vino a decirme que ella tenía un fontanero estupendo. «Es un hombre bajito y parece un cromañón, pero no te engañes, es excepcional. No pierdes nada probando».

Y eso hice. Y vino el fontanero en quien mi amiga tenía puesta toda su complacencia. Era hombre pequeño, algo encorvado y de piernas ligeras, así que, tras los saludos y mis explicaciones, se puso a merodear escrutando el lugar por donde pasaba la tubería. Al fin, dirigiéndose a mí, dijo lacónicamente: «Es el grifo, hay que cambiarlo». Y yo, con voz entrecortada, pregunté: «¿No hay que levantar ladrillos?». Y dijo que no... Me sentí como si me hubiesen dicho: «Usted no tiene cáncer».

Cambió el grifo, y el agua manó por donde se esperaba y el ecosistema familiar quedó a salvo. Le pagué sin rechistar y me pareció tan barato... Pero antes de salir por la puerta me atreví a preguntarle cómo diablos había dado con la rotura tan sagazmente camuflada. «No es difícil -dijo- si se van atando cabos. Uno se mete dentro de la tubería y va haciendo el recorrido. Si se tienen los ojos de la imaginación abiertos, se la encuentra, es cuestión de saber mirar». Se fue, encorvado y silencioso como había venido. Yo me quedé cavilando, y como si por mi casa hubiese pasado un extraterrestre.

De eso ya hace años, pero lo he traído a colación porque se ha repetido otra avería en la casa, aunque esta vez todo ha pasado sin incidentes. No ha habido necesidad de echar mano de santa Rita. Sin embargo, me ha venido nítido el recuerdo de mi otro fontanero y sus conturbadoras palabras: «Si se tienen los ojos de la imaginación abiertos... Es cuestión de saber mirar...».

En ese momento andaba yo leyendo un libro precisamente sobre los orígenes de la especie humana y, como me vino a la mente mi primer fontanero con aquel aspecto de hombre primitivo, me lié a pensar en aquel ser tan parecido al chimpancé que hace una barbaridad de siglos baja de los árboles, se levanta sobre sus dos patas traseras, se mira las manos, descubre el horizonte y echa a andar... Y en su cara aparece asombro, perplejidad, aprendizaje, reflexión, conocimiento, imaginación... Inventiva... Pienso que ése es el camino que ha seguido nuestro cerebro cubriendo etapas hasta llegar a hoy. Y en el trayecto puedo encontrar a Hipócrates, mejorando la salud de los ciudadanos, a Sócrates educando a los jóvenes para que encontraran la verdad, a Copérnico descubriendo el inquietante movimiento de los planetas, a Newtoncaptando la redonda Ley de la Gravitación Universal, a Fleming frente a su cultivo deteriorado del que salió la penicilina y tantísimos otros más... Y ellos nos han enseñado que inventar no es crear algo nuevo, sino que lo nuevo estaba, porque nada se puede inventar si previamente no era posible. Pero descubrir, según la RAE, es también «hallar lo que estaba ignorado o escondido», y de la «imaginación» dice que «es la facilidad para formar nuevas ideas, nuevos proyectos».

Todo este circunloquio, que ha resultado asaz farragoso, ha salido solo para decir que un fontanero hace años fue capaz de resolver un problema intrincado usando el cerebro, el conocimiento de su profesión y, cómo no, la nunca bien ponderada imaginación; al menos para mí, ha sido una gran lección. Y a esos seres mágicos yo les llamé, hace años, los Hijos de la Luna.

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