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Alfons García03

El crimen de la felicidad

El verano es tiempo de libros para los que tienen la suerte de soltar amarras laborales. Un buen momento para volver a los clásicos. En mi pequeño altar literario está la bibliografía completa de Francis Scott Fitzgerald y, en un rincón privilegiado, Hermosos y malditos, solemne historia de perdedores (como todas las suyas). El más exquisito de los novelistas malditos quitó una frase del original por consejo de Zelda, mucho más que su esposa, que me persigue. Dice algo así como que «la búsqueda de la felicidad es el mayor y único crimen del que somos capaces».

Cada uno intenta tal vileza como puede y las circunstancias le permiten. Venimos de un tiempo en que para muchos no había felicidad sin éxito económico y gloria personal. Y las normas podían sortearse si uno estaba en el lado de los buenos, los poderosos. El telón se cayó, vinieron las condenas judiciales y alguno de aquellos jóvenes cachorros a la sombra de Camps va estos días recabando apoyos en la sociedad valenciana para solicitar un indulto con el que esquivar la prisión. Suerte, pero a esta ventanilla no llame.

Dicen los malos malísimos de Madrid que hasta el rey (emérito), y no solo el yerno extraviado, se dejó llevar por aquel fulgor del dorado. No es que uno vaya sobrado de afecto por una institución asentada sobre un privilegio de sangre, sin más argumentos de la razón (la base, supuestamente, del mundo moderno surgido de la Ilustración), pero preferiría que a la hora de decidir sobre la jefatura del Estado (un día llegará) se hiciera sobre su idoneidad o no en el siglo de la igualdad y no a partir de los episodios desafortunados de algunos miembros de la familia (real). No es bondad, es pragmatismo, porque capítulos erráticos los habría parecidos en la presidencia de una hipotética III República. Es lo que la experiencia y la miseria humana nos enseñan cada día, y no estamos para ir cambiando de monarquía a república (y viceversa) cada semana.

A Ximo Puig el uniforme institucional le lleva a buscar la felicidad compartida (el bien común es un concepto más economicista) intentando resituar a la Comunitat Valenciana en el mapa. En ese empeño hay que enmarcar la coronación de Josep Vicent Boira como comisionado del corredor mediterráneo con sede en València. El feliz movimiento va más allá de lo ferroviario. Tiene que ver con el proyecto de relanzar el Arco Mediterráneo y de poner a la C. Valenciana en un lugar central de ese espacio.

La ausencia política de Cataluña por el procés vino a regalar casi esa capitalidad con el traslado de sedes bancarias y empresariales, pero el Consell intenta, ahora que la tensión catalana parece que se ha estabilizado, que ese «momento valenciano», apoyado por los buenos datos económicos y el impulso del turismo, no se apague. De ahí, la proyección política que se quiere conceder al comisionado Boira con la complicidad en Madrid de un ministro valenciano de Fomento que, por muy jacobino que lo pinten, sabe que solo puede perder si se pone de perfil. Y de sagacidad y olfato político ha demostrado que va bien.

En el Palau quieren jugar esta partida sutilmente, sin molestar en el norte, donde Barcelona empieza a desperezarse. Esta semana ha anunciado que ha captado la feria más importante del mundo del sector audiovisual, que hasta ahora se hacía en Ámsterdam. ¿Será posible un trono compartido en el Mediterráneo o habrá que conformarse con un virreinato?

El PP, mientras tanto, busca su felicidad el próximo fin de semana, en un congreso extraordinario al que va a llegar partido si no hay cambio de planes de los pretendientes. La incógnita más inquietante es si habrá consecuencias en el futuro sobre los perdedores. Se sabrá pronto. Las elecciones europeas, autonómicas y municipales están a la vuelta de la esquina y no hay candidatos oficiales designados, tarea en la que Génova tiene mucho que decir. La confección del resto de las listas también está ahí. Todos predican integración para el día después, pero es de ingenuos pensar que quien gane el 21 no va a premiar a quienes le han ayudado. Y cada premio lleva parejo un castigo a los damnificados. La dinámica de partido obliga a ello. Pablo Casado, otro yerno perfecto, como Rivera, partía como el renovador, pero cada día que pasa se descubre como el delegado ideal de la multinacional de la radicalidad que prospera por media Europa. Entre lo de siempre y lo nuevo vestido de Aznar, me alegro de no perseguir la felicidad el próximo fin de semana en el hotel de Madrid donde el PP dirimirá sus fraternales cuitas. Me quedo con otros hermosos y malditos.

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