Empieza el baile, un baile de cortejo se entiende. Con la llegada del PSOE al poder, las circunstancias han cambiado; no las sustanciales, que por supuesto siguen siendo las mismas, sino las accidentales que, en una época marcada por la propaganda, son las únicas que cuentan para la opinión pública. El PP acometió el conflicto catalán con las herramientas de la política rajoniana: evitar el choque de ideas, evitar los gestos destemplados, confiar en la recuperación de la economía y en el transcurrir de los meses, negociar -hablar se habló y mucho- en la trastienda, creer en la palabra dada. Pero los populares no contaban ni con el odio que suscita la derecha en nuestro país -el antipepeísmo es uno de los sentimientos más viscerales en la izquierda española- ni con que Artur Mas primero y Puigdemont después fueran a incumplir sus promesas. Con el paso de los años hubo varias oportunidades para evitar el choque de trenes y "desescalar" el procés. No sucedió así porque los movimientos de masa que presionan sobre el soberanismo no quisieron. Era un círculo que se retroalimentaba y que obtuvo éxitos notables, como la creación de un "demos" nacionalista -en torno al 50 % de la ciudadanía-, que vive con una naturalidad asumida la ruptura emocional con el resto del país. Pero también hubo fracasos contundentes: el principal, la solidificación de una segunda Cataluña que no acepta ni el dictado soberanista ni el statu quo basado en un discurso identitario de la pluralidad catalana. El fracaso también de la declaración de la independencia, sin efectos reales más allá de la desaparición de cualquier espejismo de democracia. En realidad, los equilibrios de poder nunca fueron otros y pensar que un golpe posmoderno (por utilizar el concepto acuñado por el ensayista Daniel Gascón) podía triunfar en un Estado democrático, plenamente insertado en el ámbito institucional europeo, era, como poco, una ingenuidad por parte de muchos y un ejemplo de la frivolidad característica de unas elites apegadas en exceso a la lógica descarnada del poder.

Tras el fracaso del procés y la caída de Rajoy, empieza otro juego, ahora con las cartas marcadas. El PSOE lleva la delantera, porque la izquierda goza de un prestigio ideológico que es anterior a la democracia. El nacionalismo puede atizar el odio instintivo a la derecha; sin embargo, lo tiene mucho más difícil con la izquierda. Las emociones políticas no son ajenas a los prejuicios, por lo cual los aspavientos histriónicos que se permitían contra el PP se convierten en un baile de máscaras cuando tienen ante ellos al PSOE. Los gestos de Sánchez allanan el camino de un diálogo que no será muy distinto al que se llevaba a cabo sotto voce con los populares y que pasa por algo muy parecido a la plenitud de la potencialidad autonómica: más recursos financieros, más competencias y mejores blindajes; en definitiva, más soberanía. No deja de ser un buen resultado si tenemos en cuenta la gravedad de lo sucedido en estos últimos años. Un resultado que daría la razón a los que, desde el círculo estrecho de asesores de Mas, definían el procés como "una mentida fèrtil". La pregunta, por supuesto, es: ¿fértil a qué precio?

Sánchez y Torra se encuentran bajo el paraguas de la sensibilidad pública. Quien cometa un fallo de cara a la galería habrá perdido la batalla de la imagen que es, en primer lugar, la cuestión del diálogo. ¿Se quiere o no se quiere hablar? ¿Y con qué finalidad? El diálogo sustenta la posibilidad de explorar la famosa tercera vía, que nadie sabe muy bien qué significa pero que saldrá adelante por falta de alternativas. De nuevo, se impone la lógica del poder. Torra la necesita para rebajar un punto la tensión, mientras se sigue alimentando el "demos" identitario y se espera la oportunidad -quién sabe si dentro de una generación- de un segundo asalto. Sánchez la necesita porque su política de gestos tiene una única finalidad: crear un enorme cordón sanitario alrededor del PP y de Cs que los aleje de la aritmética del poder parlamentario. De este modo, el PSOE sería un mal menor para nacionalistas y extrema izquierda. Hay un interés común en juego: el control del poder. O mejor dicho, el poder a secas.