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Lecciones de la Copa del Mundo

Si el tiempo no lo impide, esta noche terminará en Moscú -la llamada tercera Roma- el Campeonato del Mundo de Fútbol, que cada cuatro años deja en un estado de tensión indescriptible a los aficionados al balompié de casi todo el mundo menos a los votantes de Donald Trump, que prefieren el béisbol. Está por ver si Vladimir Putin, el líder ruso condenado al ostracismo por sus homónimos occidentales, asistirá al palco del estadio Luzhniki o se abstendrá del acto protocolario, facilitando así la presencia del presidente francés con su esposa, Emmanuel y Brigitte Macron, y de la folclórica presidenta croata, Kolinda Grabar-Kitarovi?, una conservadora que gusta de vestirse con la llamativa bandera ajedrezada de su país.

Tengo muchos amigos y conocidos, no obstante, que solo siguen con denuedo el Mundial mientras España -o su nación- se mantienen en el campeonato y, en cuanto cae eliminada desenchufan por completo del asunto, o a lo sumo lo ven de refilón. No era el caso del escritor uruguayo Eduardo Galeano, quien colgaba un letrero en la puerta de su apartamento con una leyenda para que no le molestasen: «Estoy ocupado, ha empezado el Mundial de fútbol. Les ruego me disculpen», o algo así rezaba la cartela. Galeano nos ha dejado uno de los mejores libros literarios sobre este deporte, El fútbol a sol y sombra. Ahora esperamos el volumen de relatos futbolísticos en los que anda nuestro Carlos Marzal, el poeta valencianista que de joven soñó con lucir la elástica blanquinegra del Valencia CF.

El Mundial despierta a los futboleros durante un mes cálido de verano, aunque el futuro campeonato de Catar se jugará, si llega el caso, en fechas casi navideñas. Pero además de fútbol también se desatan los sentimientos nacionales, o nacionalistas, que es lo mismo por más matices que queramos ponerle a las palabras. El uso y abuso del deporte, y sobre todo del fútbol, para los fines de exaltación del nacionalismo ha sido constante. La dictadura argentina, el franquismo español, los soviéticos, la extinta RDA, los chinos€ todos han tratado de capitalizar sus éxitos deportivos para legitimar sus políticas, algo que también llevan a cabo las democracias aunque con muchísimo más pudor y contención.

Croacia, sin ir más lejos, un pequeño país de algo más de cuatro millones de habitantes y 56.000 y pico kilómetros cuadrados de extensión con infinitas islas, convertirá su éxito futbolístico en una exaltación patriótica sin precedentes habida cuenta de la corta edad de su república independiente, reconocida en 1991, tras la terrible guerra de los Balcanes que la mayoría de los futbolistas de su selección habrán vivido bastante de cerca. No es difícil comparar a esta moderna Croacia con Cataluña y sus más de siete millones de habitantes (dos de ellos votan independencia de modo recurrente) y 32.000 kilómetros cuadrados, aunque sin islas.

Tal vez el fútbol podría ser una de las posibles soluciones a la disyuntiva catalana en nuestro país, pues tal como reclaman algunas de sus instancias deportivas soberanistas, se podría estudiar la creación de selecciones nacionales de Cataluña para competir de modo oficial siguiendo el modelo británico, en el que Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte concurren por su cuenta en los campeonatos deportivos internacionales, salvo en los Juegos Olímpicos, donde lo hacen todos bajo la enseña de la Union Jack de la Gran Bretaña. La condición sine que non para conceder la segregación de las selecciones sería la de que sus equipos deportivos jugasen también sus propias competiciones o ligas. Esto es, para que exista una selección catalana de fútbol, los clubes catalanes deberían jugar su propia liga, como hacen los escoceses, y no podrían inscribirse en la española.

El fútbol nacional, de ese modo, se convertiría en una mera cuestión administrativa y con cada vez más escasa repercusión política. Apenas cinco jugadores del Barça, por ejemplo, podrían acudir a la selección catalana, cuyos componentes se repartirían por equipos mayoritariamente españoles: Valladolid, Celta, Betis, Real Sociedad, Granada, Eibar, Getafe, Real Madrid y hasta Valencia (Montoya) y Villarreal (Gerard Moreno). Poco se distinguirían unos de otros, pues aunque es reconocible un modo de jugar al fútbol distinto según las geografías, dicho fenómeno está cada vez más en cuestión.

Este Mundial que termina ha dado fe, precisamente, de la globalización del estilo del fútbol. Apenas hace unos años era muy sencillo reconocer el jogo bonito o ginga de Brasil o el catenaccio italiano, el simple bombeo desde las bandas de los británicos o los disparos alemanes desde fuera del área. Todo eso está en trance de desaparecer. Cualquiera que se precie juega ya de un modo universal: defendiendo muy adelantados con presión para evitar que el rival empiece tocando el balón desde lejos y forzar sus errores, o bien defendiendo atrás en líneas muy juntas casi todos los miembros del equipo y en cuanto se consigue robar un balón salir disparado en fútbol vertical hacia el área contraria.

En cambio, se ataca a la española, el célebre tiqui-taca, basculando el balón de un lado hacia el otro o tratando de dar pases milimétricos a jugadores que juegan entre las líneas enemigas. Pero para ser eficaz a la española todos deben ser muy buenos y muy rápidos, y aún así el tema cada vez es más complicado. La alternativa, y se ha visto en este Mundial, no es otra que el juego directo con faltas y saques de esquina. Ahora se entiende la obsesión del entrenador del Valencia, Marcelino, por fichar porteros y defensas muy altos, pues por ahí deviene el fútbol actual.

Añadan a los antídotos ideados contra el tiqui-taca los típicos líos a la española: Florentino, Lopetegui, Hierro, que si los del Madrid que si los del Barça€ y obtendrán el final esperado de nuestro equipo en el campeonato ruso. Y los chistes sobre De Gea, el deporte nacional que siguen hasta los niños: despellejar al que la caga.

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