Tengo para mí que cuando los dirigentes y dirigentas políticas de un país carecen por completo de propuestas serias, provechosas, reflexivas y necesarias que ofrecer a la sociedad -fruto todo ello del esfuerzo, la competencia y la capacidad, no de las ocurrencias ni del neologismo que hoy llamamos postureo- recurren a los fuegos de artificio, a la apariencia, a los edulcorantes, al placebo estético con el que engañar a esa sociedad mediante el sofisma y la demagogia. Porque lo difícil es construir sociedad a base de inyectarle cimientos sólidos, universales, estructurados y duraderos; porque lo difícil es el esfuerzo constante, el conocimiento, el sacrificio, la preparación, los méritos, el estudio, la aplicación; porque lo difícil es la continuidad en el proyecto, la seriedad en el trabajo, la coherencia en las ideas, la persecución del bien común para la inmensa mayoría de los ciudadanos. Todas estas reflexiones sobre una política basada esencialmente en los gestos, en las ocurrencias placenteras, me recuerdan el cuento de los tres cerditos y el lobo (no sé bien si citar este tipo de cuentos es hoy políticamente correcto, aunque a mí no me importa porque yo, afortunadamente, vencí la dictadura de la corrección política el día que descubrí la libertad), que finalizaba con la moraleja de que el único que salvaba su casa, su vida (la de los cerditos, me refiero) era quien de verdad la cimentó, quien se preparó para combatir el peligro, quien escogió la incomodidad de la solidez, la responsabilidad y el trabajo, a los cómodos artificios del envoltorio de papel y la recreación.

Hace no mucho tiempo, cierta extrema izquierda, el populismo asambleario patrio, sectores del progresismo irredento, dibujaba una dantesca imagen de España en la que muchos niños (y niñas, of course) iban poco menos que deambulando las calles de las ciudades solos, abandonados, desnutridos, a merced de la limosna y el chusco de pan. Una sociedad en la que millones de familias vivían prácticamente en la pobreza extrema y la exclusión; una sociedad sin derechos sociales, esclavizada por el capitalismo, abandonada a la inmisericorde y odiosa ley de los mercados; una sociedad sin esperanza de redención, sin futuro, perdida irremediablemente; una sociedad en la que los okupas eran los buenos y los dueños de las casas ocupadas los malos. Hoy las cosas han cambiado. En apenas unos meses ya no hay niños yunteros despedazando un pan reñido, como dibujaba el estremecedor poema de Miguel Hernández; ya no hay familias viviendo en la pobreza extrema, ni trabajadores doblegados por el yugo explotador, ni okupas buenos. Todo ha cambiado, y como es así, solo se necesitan unos cuantos retoques estéticos y escénicos para dirigirnos con paso firme a la Arcadia feliz que ya se vislumbra cerca.

¿Cómo llegar a las puertas del paraíso? ¿Cómo solucionar aquellos gravísimos problemas? Pues ya lo están empezando a ver. Así, con carácter de preferente urgencia, se exhumarán los huesos de Franco; con prisas y sin pausas se crea la Comisión para la Verdad; se busca desesperadamente, con obsesión patológica, la fórmula para prohibir las asociaciones franquistas; se le encarga a la Real Academia de la Lengua que fabrique el lenguaje de una Constitución sin estereotipos patriarcales, ajena a su masculinidad; se quiere legislar en caliente sobre las relaciones sexuales entre las personas exigiendo el sí expreso porque lo contrario será delito, invirtiendo a su vez la carga de la prueba y desterrando el principio de presunción de inocencia (la máxima de que más valen 99 culpables en libertad que un solo inocente en prisión también se abandona); se penalizan los piropos; se indaga la posibilidad de la castración química; para que el independentismo catalán -anteayer xenófobo, supremacista y racista, con Torra como Le Pen español- no se moleste se le inyectarán miles de millones que se le quitarán a regiones mucho más necesitadas y que saldrán de los nuevos impuestos extra, al tiempo que se acepta la intolerable injerencia de un tribunal regional alemán frente a las decisiones judiciales de nuestro Tribunal Supremo en el caso Puigdemont (gestos, siempre gestos para con unos separatistas cada vez con más dinero para que cada vez odien más a España y a los españoles).

Ya ven. Los niños ya no se mueren de hambre y abandono; las familias han dejado la extrema pobreza; la clase trabajadora nunca más será explotada por el látigo capitalista; los violadores jamás volverán a las andadas gracias a la castración química; se ampliarán las plazas de notarios para que puedan certificar el sí expreso cuando jóvenes y jóvenas inicien una relación sexual, pagando el chico los aranceles del fedatario; las asociaciones franquistas serán ilegalizadas al tiempo que se potencia con dinero público, ese que no es de nadie, una comunidad cuyos dirigentes promocionan y enaltecen asociaciones separatistas, partidos independentistas y grupos xenófobos nacionalistas para separarse de España; se requiere a la RAE para que redacte una Constitución antimachista; y por fin, para que sirva como texto de Historia indiscutible, se crea la Comisión para la Verdad, la única, la incontestable, la de los buenos y malos de verdad. Lo dicho, vivir y hacer vivir ocultando verdades incómodas a costa de ofrecer mentiras sedantes.