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Pisen suavemente

Las personas que actualmente tienen entre cinco y diez años se jubilarán, con suerte, allá por 2080. A día de hoy cuesta saber qué sucederá en el futuro más inmediato. El panorama laboral cambia a ritmo de vértigo. La robotización de algunos puestos de trabajo ya está aquí y la tecnología avanza que ni nos damos cuenta. Los coches sin conductor son una realidad y hay cirujanos que operan a sus pacientes a cientos de kilómetros de distancia. Las competencias laborales que hoy se exigen nada tienen que ver con las que se demandaban anteayer. Con esta realidad frente a nuestras narices, me pregunto si los chavalitos que hoy tienen entre cinco o diez años reciben una educación que les ayudará a adaptarse a un mundo que cambia. Y lo que te rondaré morena.

Tengo la gran suerte de trabajar con personas que, entre otras cosas, se dedican a formar. A los buenos profesionales, que son la mayoría, se les reconoce fácilmente. Son apasionados y están obsesionados por provocar la chispa. Ese momento en que se conecta con el aprendizaje. Cuando, aaaahhh, se descubre y se comprende. Los buenos profesores despiertan y fomentan la curiosidad, ponen al alumno en el centro e impulsan sus capacidades y habilidades. Respetan sus ritmos y se toman en serio los talentos. Nunca, jamás de los jamases desacreditan, etiquetan o generalizan. Son muy exigentes, pero no permiten que sus alumnos le tengan miedo a equivocarse. Desanima ver a niños aterrados y angustiados por no entender cómo hacer un cálculo matemático, o por equivocarse con un verbo transitivo. Esto huele a siglo pasado. Hasta el momento, del miedo no surge nada bueno. De la exigencia, la superación y la comprensión, sí. Ante un mundo cambiante, sentido común y apostar por valores seguros. Educar, en colaboración con la familia, en valores como la integridad, la flexibilidad, la capacidad de adaptación, el respeto por las diferencias y saber aceptar que las cosas, en muchas ocasiones, no salen ni saldrán como queremos. Los buenos profes provocan la creatividad y no minusvaloran la imaginación. Todo lo contrario. Saben que, en más de una ocasión, crear e imaginar harán que la vida sea mejor.

Los maestros me dan envidia. No precisamente porque quiera tener su profesión, que me parece tan vocacional, compleja y extraordinaria que, en mi caso, sería imposible ejercerla. Me dan envidia porque pasan la mayor parte del día con las personas más importantes de nuestra vida, en las que más creemos y con el potencial en el que más confiamos. Porque tienen la suerte y la responsabilidad de poder influir en lo que serán, en cómo serán y en cómo interpretarán el mundo. Hay un momento en el que casi todo es posible. Es cuando le preguntas a un niño qué quiere ser de mayor. Ahí todo cabe. Hay bailarines, arquitectos, exploradores o artesanos. Y ahí, en ese momento, está el maestro.

El especialista en educación,sir Ken Robinson, finaliza una de sus intervenciones con el poema de W. B. Yeats, "Él desea las telas del cielo". El poeta hace una declaración de intenciones a su enamorada, desplegaría bajo sus pies los mantos bordados del cielo y tejidos de oro y plata. "... Pero siendo pobre no tengo más que mis sueños. He desplegado mis sueños bajo tus pies. Pisa suavemente... porque pisas mis sueños". Gracias, maestros, por pisar suavemente sobre los sueños de nuestros hijos.

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