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Matías Vallés

Al rey le falló su olfato con Corinna

Hay hombres cuya intelijencia se llama instinto», escribía Juan Ramón Jiménez con su jota juanramoniana, décadas antes de Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Su aforismo se verificaba con exactitiud en Juan Carlos de Borbón, antes de que tropezara con la falsa princesa, perdón por la redundancia. El rey instintivo se había distinguido por su fino olfato a la hora de elegir testaferros. Bajó la guardia, y su «amiga entrañable» ha hecho saltar por los aires el pacto tácito en torno a la monarquía.

El amor puede llegar a ser tan importante como el dinero, pero es un pésimo consejero para maniobrar en la esfera mercantil. El «no es nada personal, solo negocios» dista de ser una muestra de ingenio de un contable del crimen organizado, que Al Pacino elevó a cita gloriosa en la segunda entrega de El Padrino. Implica la dislocación radical entre los afectos y los compromisos monetarios. Una cosa es mantener una amistad entrañable con Bárbara Rey, y muy otra encomendarle la gestión de la fortuna propia. En especial, si estos ingresos van conectados al Estado cuya jefatura se desempeña.

Las acusaciones de Corinna no tienen más peso que manifestaciones similares de cualquier otro ciudadano... que haya compartido la intimidad del rey al nivel tórrido de la pseudoprincesa. La clave de la credibilidad de las grabaciones estriba en la confianza ilimitada brindada a la deslenguada por el entonces jefe de Estado. Ahora no ha de desmentir a la falsa aristócrata, perdón por la redundancia, ha de demostrar que no existió una proximidad políticamente radiactiva entre ambos.

El rey nombró portavoz a Corinna, al encomendarle su corazón y, sobre todo, su hacienda. Las misiones y comisiones que había encargado previamente a Prado y Colón de Carvajal, al inmobiliario alemán o al falso príncipe, perdón por la redundancia, Zourab Tchokotoua en paradero desconocido, fueron más comprometidas que el rosario de operaciones estrambóticas detallado por la mujer que compartió los secretos más íntimos de Juan Carlos I. Ninguno de sus anteriores emisarios había defraudado al monarca, Corinna le atribuye un fraude a la altura de Messi o Ronaldo. Desde su falsa candidez de vecina de Mónaco.

Al penúltimo rey no solo se le admiraba por la sabia maestría a la hora de contratar intermediarios, sino por su gélida fiereza al liberarse de ellos. Sabino Fernández Campo, el colaborador a quien tanto debe haber añorado en las jornadas de tribulaciones, acreditaba la evidencia de que un monarca no puede tener amigos. El general fue la primera víctima de esa crueldad necesaria en el cadalso, Juan Carlos de Borbón paga ahora su indulgencia con Corinna.

Ninguno de los dardos lanzados por Corinna disfruta del aroma de la novedad absoluta, pero su confirmación encadenada enmarca una corona de espinas. La prestidigitación que permite cobrar porcentajes a la vez de Arabia Saudí y de Irán, enemigos irreconciliables del Asia petrolífera, sucumbe en su ironía ante un cúmulo de negocios insostenibles para la cúpula del Estado.

En el escándalo mas próximo, desde esta semana suena discutible la relamida sentencia del Supremo que condena a Iñaki Urdangarin por haberse «aprovechado» de su proximidad a Juan Carlos de Borbón, en veredicto coincidente con la Audiencia de Palma. De afianzarse el relato sobrecogedor de Corinna, testigo de primera mano del Instituto Nóos, el esposo de la infanta Cristina funcionó antes por emulación obediente que por un desafío al entorno ejemplar de La Zarzuela. Los hechos probados con notable prosopopeya quedan degradados a hechos improbables. La pseudoprincesa ha colocado en una situación incómoda a los magistrados que se esforzaron por deslindar a un arribista pérfido de su suegro inmaculado.

La nación no gana para sustos. El serial de Corinna enmarca el fracaso del pacto tácito sobre la monarquía, sustentado en la convicción de un país menor de edad. La obligación de conceder una oportunidad al optimismo permite aventurar que tal vez se están trazando los mapas de una segunda transición, con vicios distintos de la primera.

Como mínimo, el rey que trajo la democracia y a Corinna ha visto cómo se desmoronaba la aureola de clarividencia que le rodeaba. Ni siquiera la excesiva documentación, que siempre desdeñó, le hubiera dado peor resultado que su legendario ojo clínico. Juan Ramón resguardaba su instintiva distinción entre olfato y sabiduría «suponiendo que intelijencia e intuición no sean sino grados de una misma potencia». O de una misma impotencia, en este caso.

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