A veces el tiempo es como si no existiera. Si le haces caso al calendario y a las arrugas que te salen como arañas debajo de los ojos, entonces sí, entonces has de asumir que el tiempo es esa cosa viscosa que todo lo va envolviendo, que va convirtiendo todo en un paisaje habitado por fantasmas. Pero hay otro tiempo que transcurre fuera de ese paisaje, en el extrarradio -o a lo mejor en los adentros, quién sabe- de esa realidad que dibujan impunemente los relojes. Es en ese tiempo interior -que no sé si era Bergson quien lo contaba- donde se alarga, desde hace más de treinta años, la amistad que me junta, implacable, desordenadamente, con Paco Esquivel.

Cuando empezaba yo a escribir en este diario, no sé si él ya había llegado o estaba a punto de llegar. El caso es que desde entonces no dejamos de sentirnos cerca, de cruzar a la vez océanos más o menos desapacibles (algunas veces, muy desapacibles), de compartir esas literaturas que cuando las cosas vienen mal dadas pueden salvarnos la vida. Un día se fueron Paco y Emi al sur, a ese sur que demasiadas veces nos empeñamos en arrinconar fuera de los mapas. Y ha sido ahí, desde hace tantos años, donde Paco y su oficio de periodista han ido desplegando otros mapas, aquellos viejos pergaminos con los que Stevenson le decía a su joven ahijado Lloyd Osbourne que la vida no es nada si la despojamos de los sueños.

Desde aquel viaje suyo al diario Información nos habremos visto dos o tres veces. O sea, casi nada. Pero es aquí donde el tiempo adquiere la dimensión que antes les contaba. Un tiempo que no necesita señales de humo para anunciar que alguien se acerca. Las señales que nos anuncian a Paco Esquivel y a mí mismo, cuando nos encontramos aunque sea desde lejos, son las que juntan a la gente que para quererse no necesita los abrazos cada día, ni las palabras por más que auténticas del entusiasmo, ni otra cosa que no sea simple y llanamente decir que nos alegramos de seguir haciendo lo que más nos gusta en esta vida que a ratos es una mierda: escribir donde sea porque la escritura será siempre una brecha abierta a favor de la esperanza.

Los dos seguimos caminos diferentes en este oficio que hoy está tan dolorosamente y casi rendido a los pies de los caballos. Como decía Borges de Buenos Aires, no me junta hoy, a ese oficio, el amor, sino el espanto. Por eso me alegra tanto que a Paco Esquivel -y con él a su colega en el diario Información Juan Ramón Gil- le hayan concedido el Premio Eisenhower de periodismo, un reconocimiento que es en realidad el reconocimiento a eso que se llama prensa de cercanías, de indagación en el alma de los sitios y de la gente, de buscar en el tiempo de adentro el tiempo que niegan, con una impunidad que asusta, los tiempos de afuera. Han pasado ya muchos años desde entonces. Y aquí seguimos, contando lo que vemos, lo que vivimos, contra el viento y la marea de un mundo que, a mí al menos, me resulta cada vez más en bancarrota moral y más en manos del cinismo. Y es aquí, en esta línea final de los abrazos, donde me vienen a la cabeza los versos de Mario Benedetti: «Deseémonos [Paco] coraje/y buena suerte». ¡Y enhorabuena por el premio!