Escribo este artículo cuando ya sabemos que el desafío de las bases del PDeCAT a Carles Puigdemont no podrá detener la estrategia del independentismo de asumir sin tapujos las formas populistas de culto a la personalidad del líder. Si esa es la república que quieren instaurar tan pronto sea posible, que sepan que no tendrá nada que ver con Cataluña, con su espíritu histórico y con su constitucionalismo existencial. La inteligencia no puede comulgar con esa rueda. Si Esquerra sigue por esa ruta, ignorando las bases normativas de su ideario, desaparecerá como la última representante hispánica de un republicanismo digno de ese nombre. Con todo ello, el gobierno de Pedro Sánchez va a tener muchos problemas para estabilizarse. Con Pablo Casado y Ciudadanos luchando por la España de las banderas, es fácil que Puigdemont quiera seguir con su pulso al Estado, cuya finalidad es provocar un error que pueda establecer un comparativo con Kosovo y haga inevitable la intervención extranjera. Quien llena con miles de cruces la plaza del centro telúrico del nacionalismo catalán, la ciudad de Vic, sueña con ser Bosnia.

A favor de la escasa verosimilitud de esta estrategia juega la inestabilidad de la situación, y Puigdemont es consciente de que el triunfo de su línea haría saltar por los aires toda vía de solución política. En efecto, con Casado en la presidencia del PP, es fácil convencer a los afines de que una reforma constitucional está fuera del horizonte y que el inmovilismo de fondo regresará al Estado. Por supuesto, este argumento es convincente por una razón: Casado ha propuesto un discurso reactivo. Incluso podríamos decir reaccionario. Frente al PP que se forjó en 1996, y que ofreció la idea de una modernización que el PSOE gastado ya no podía continuar, Casado representa la idea de la reacción, de la vinculación al pasado, del desmontaje de los avances claramente aceptados por la sociedad española. Con eso se puede ser circunstancialmente ganador, pero no se puede ser hegemónico. Y se puede ayudar a Puigdemont.

Y eso es lo que más sorprende del discurso de Casado. Ni una idea de futuro para España. Su idea es que España se distancia de su ser conforme avanza en la historia. Y eso hay que detenerlo. Ahora vamos a apreciar que no se trataba del inmovilismo de Mariano Rajoy. Como he venido defendiendo en esta columna, se trata del papel retardatario del PP, de esa ideología de contención de lo que se supone una esencia española. Ese es el pensamiento básico de la derecha española. Sus manifestaciones son el catolicismo, el papel secundario de la mujer, la unidad indisoluble de la patria, la defensa acérrima de la vida, la vinculación con eso que Casado llama el «mundo atlántico» y que no es sino la estricta obediencia a la Embajada de EE UU. Y esto como pasaporte para controlar un aparato del Estado ingente y rumboso. En realidad, en el congreso último del PP se han enfrentado las dos mitades escindidas de su más profundo ser: Casado, que pone la palabrería, y Soraya Sáenz de Santamaría, que pone los medios, el instrumento, el control jurídico y administrativo del Estado.

Llegarán a algún tipo de acuerdo porque una mitad no tiene sentido ni puede sobrevivir sin la otra. Pero parecía inevitable que ganara Casado porque el instrumento no se puede alzar jamás frente al valor que marca los fines. Controlar el aparato del Estado con abogados eficaces como Santamaría no es sino un medio para el mantenimiento de un idea de España. De ella depende este tipo de Estado que finalmente se deja administrar, con las prestaciones económicas para las élites centrales que todo el mundo aprecia. Por eso el PP que vino a modernizar en 1996, no tocó una coma del aparato del Estado y se limitó a privatizar sus empresas públicas. Así que ha tenido lugar el restablecimiento de una jerarquía inevitable en la política. Rajoy no representó sino la autonomización de los medios, algo parecido al dominio del esclavo. La tiranía de los valores tenía que regresar y lo ha hecho. Si en el otro lado Puigdemont gana, todo el campo estará dominado por los amigos/enemigos.

Sin embargo, incluso las instancias de desestabilización están desestabilizadas. Y es así porque lo más frágil de todo es la fidelidad de los electores. Todo está en el aire o al menos todo es lábil. Si Casado conecta con la España de los balcones, entonces tendrá un electorado exiguo. Si Puigdemont sigue con la huida hacia delante, es fácil que Esquerra sea el primer partido de Cataluña. Todo puede ir muy lentamente luego, por supuesto, y eso sería una mala noticia para Casado, que le gustaría avanzar a marchas forzadas hacia las trincheras. Su consorcio a la contra de Santamaría no puede aguantar dudas sobre el éxito futuro y esas dudas van a llegar de forma inmediata. La primera elección del nuevo equipo, quizá en Andalucía, quizá en Cataluña, no puede ser un éxito para el PP, con un candidato marianista en medio del fuego amigo. Y eso incluso si no contamos con que se haya ofrecido a Casado un triunfo de transición. Elegir al más débil porque será el más fácilmente separable.

¿Cómo no sospechar algo de eso en todo este circo? Casado no tiene nada bajo sus pies. Sólo los votos prestados de Castilla la Mancha, los de medio Alicante y Castellón, los andaluces cansados del eterno Javier Arenas y los que le presta Castilla y León, que lo rechazó con candidato. Armas propias, que diría Maquiavelo, ninguna. Ni el más optimista puede pensar que tiene a Galicia, cuyo líder en silencio le ha dado la victoria. Casado es un rehén de esos líderes regionales. Allí donde ellos controlan la situación con solvencia, se mantendrán. Donde nadie manda, como en Madrid o Valencia, el fuego amigo hará la batalla irrespirable. Alberto Núñez Feijóo, que entiende que se fue de la cancha de forma ilegítima, quizá piense en otras oportunidades. ¿Y qué compromisos tendrá con Casado cuando recuerde que éste presentó su candidatura aprovechando la oportunidad de su retirada?

Por lo demás, las irónicas declaraciones de Pablo Echenique desde Podemos, no son verosímiles y, así, son políticamente estériles. España no tiene tres partidos de extrema derecha. No es verdad. Esto es así porque España no tiene un amplio electorado de extrema derecha. No da para tres partidos. Lo que se va a ventilar es quién puede definir un denominador común capaz de recoger la máxima concentración de electorado. Pero esa operación es la cuadratura del círculo. Tratar de unir un sentido esencialista de España, un liberalismo económico y una apariencia modernizadora ya no es posible. Eso fue el aznarismo inicial. Cuando Rajoy intentó rehabilitarlo, recién ganada su mayoría absoluta, fracasó y dejó al país en pie de guerra. Regresar a la misma receta fracasada, con un Casado sin armas propias, tiene escasa verosimilitud. El PP ahora es un partido fundamentalmente conservador que quiere detener la sangría de votos hacia Cs.

Pero si Albert Rivera e Inés Arrimadas se dejan cazar en ese juego, entonces merecen desaparecer. Pues en realidad, le basta con separarse de los restos del rancio catolicismo esencial al PP, distanciarse de toda referencia al franquismo, asumir las reformas sociales y culturales que para España son irrenunciables, aceptar la agenda feminista y liberalizar el espacio de la opinión como elementos coherentes con su liberalismo económico, para encontrar un perfil propio. Eso sería un esquema de futuro de centro liberal. Todo dependerá de cómo evolucione Cataluña, pues su posición allí perturba su imagen general de forma clara. Por supuesto que hay un electorado de derecha conservadora, que no va a desaparecer. Pero constituye ese morrena que duerme en el fondo del glacial de la historia y que contiene su lento avance. Pero no podrá lograr jamás que el cuerpo de hielo remonte lecho arriba hacia una cumbre soñada. Casado no tiene esos poderes.