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El mejor afrodisíaco

Sánchez ha hecho suyo el acercamiento al conflicto catalán que preconiza el PSC y que pasa por sedimentar algún tipo de bilateralidad en la relación Madrid-Barcelona

Pedro Sánchez va trazando una ruta que se bifurca desde el primer momento. Por un lado, la demonización de la derecha -PP y Cs-, a la que pretende situar fuera de la legitimidad democrática. Sus palabras en sede parlamentaria en contra de Rivera -a quien acusó de dirigir un partido de extrema derecha- van más allá del exabrupto, propugnando un cordón sanitario y una separación entre amigos y enemigos. Es una táctica peligrosa porque se enquista en el cainismo de un país que abusa del insulto grosero y alimenta el rencor con excesiva facilidad. Por otro lado, los consensos se construyen con el nacionalismo, mientras se coloniza el espacio ideológico de Podemos. Es decir, el PSOE se siente cómodo en el ámbito de las políticas identitarias que, casi por definición, apelan a una falsa pluralidad: una suma de culturas acotadas en lugar de la articulación de un país en común. Todo ello aderezado con una batería de gestos simbólicos que buscan radicalizar a la oposición: medidas tendentes a incrementar el gasto público dentro de los estrechos márgenes que ofrece la Unión Europea y reformar algunas leyes -como las educativas- en un sentido que casa bien con las demandas del votante de izquierda y, en cambio, incomoda a los más conservadores. Su tiempo de gobierno no puede ser largo -como mucho, los dos años que restan de legislatura-, por lo que las decisiones tácticas deben primar sobre cualquier otro tipo de actuación. Veremos subidas de impuestos, pero no un nuevo modelo fiscal. Veremos mejoras concretas en determinadas políticas sociales, pero no un plan de reformas sólidas para consolidar su viabilidad. Quizás apruebe un minirrégimen fiscal específico para Baleares o anuncie obras en el Corredor Mediterráneo, pero ni podrá pactar un modelo de financiación autonómica que contente a todos ni el déficit público dará para grandes inversiones ferroviarias. Anunciará una votación en Cataluña para encauzar el procés, pero difícilmente tendrá tiempo de llevarla a cabo.

Cataluña, de hecho, continúa siendo un auténtico polvorín para la política española. Consume todas nuestras fuerzas, porque supone también el retorno de muchos de nuestros demonios. Sánchez ha hecho suyo el acercamiento al conflicto catalán que preconiza el PSC y que pasa por sedimentar algún tipo de bilateralidad en la relación Madrid-Barcelona, ya sea por vía de una disposición adicional en la Constitución -la conocida como "vía Herrero de Miñón"- o sencillamente de facto, votando un nuevo estatut o incluso, si los números dan, una nueva constitución. Se trataría, en todo caso, de consolidar la idea de un demos ajeno, o como mínimo singular, con respecto a la nacionalidad común. El PNV, siempre atento a las corrientes subterráneas de la política española, parece avanzar en una línea similar planteando una peligrosa distinción entre nacionalidad y ciudadanía, esto es, entre ciudadanos de primera y de segunda clase. Por supuesto, ni una hipotética mayoría parlamentaria ni un plebiscito popular deben dotar de credenciales democráticas plenas a una realidad jurídica tan profundamente divisiva.

La necesidad imperiosa de llegar a consensos exige a su vez recuperar la confianza, es decir, afirmar la lealtad. No es un trabajo fácil, a la vista de lo sucedido en los últimos años: el momento populista que recorre Europa, las continuas provocaciones a las cuales ha tenido que hacer frente el Estado de Derecho. Pero, lógicamente, las soluciones tienen que llegar por una vía diferente al inmovilismo, que carece ya de recorrido. La política actual necesita relatos, a poder ser inclusivos, si no queremos ceder a la retórica del victimismo. ¿Serán capaces Pedro Sánchez y el PSC de desactivar el procés sin caer en una falsa paz? ¿Hasta qué punto somos víctimas -la sociedad catalana y la española- de la propaganda de las elites y de su tergiversación interesada? ¿La única solución viable consiste en el camino belga de una ruptura sin ruptura o, por el contrario, cabe esperar vías imaginativas que favorezcan la pluralidad y el respeto a la diferencia dentro de un mismo territorio? ¿Más Bélgica o más Canadá, por citar dos ejemplos -uno fracasado y otro de éxito-? ¿Y hay posibilidad de un acuerdo que ya no tenga en cuenta los derechos y los sentimientos de la Cataluña no nacionalista? Resulta difícil saberlo. Sánchez entra en territorio desconocido con la misma desenvoltura con que ha cambiado de socios más de una vez. El poder, ya sabemos, constituye el mejor afrodisíaco.

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