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La ausencia presente

Marisa: «Los errores son mi pasatiempo favorito. No siempre fue así, claro. Durante muchos años viví atemorizada (insegura, por tanto y por tonta) porque estaba segura de que mis decisiones equivocadas y mis pasos en falso eran consecuencia de los muchos defectos que atesoro desde mi infancia, cuando me autoconvencí de que mi madre se había largado a vientos más frescos por mi culpa, por mi grandísima culpa, por ser un lastre que la impedía volar. Y mi pobre padre pagó los platos rotos porque se encargó en solitario de educar a una cría resentida y respondona sin caer nunca en la tentación de tirar la toalla y dejarse llevar por la inercia de fracaso.

Me di cuenta de ese error demasiado tarde, cuando mi ingratitud ya no tenía remedio y a él no le quedan fuerzas ni días para esperarla. Sus últimas palabras en el hospital fueron: ´En fin, no sé´. No fui capaz de descifrar el código secreto de ese mensaje final, pero su ausencia, tan llena de silencios y soslayos, me hizo de repente inmune a los errores que se producen por tomar decisiones siguiendo el instinto, por avanzar cuando los demás te piden que retrocedas o que te estés quieta, por asumir riesgos aunque te cuesten tropiezos con o sin caídas.

Sí, a estas alturas de la vida estoy convencida de que mis convicciones están íntimamente unidas a mis emociones más necesarias y urgentes, y aunque él no lo supiera, mi padre acertó de pleno cuando me lanzó, a ojos cerrados y al borde del último aliento, una pedrada de cuatro palabras sin aparente sentido: en fin, que es como apelar al humor para no contaminar la resignación de amargura y, no sé, que es una forma admirable de admitir que la ignorancia es la que da sentido a nuestras vidas y la alimenta. Mi madre se perdió vivir con un gran tipo y yo aprendí que hay ausencias que nunca te olvidan».

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