Para jugar al fútbol solo hace falta una pelota; pero lo cierto es que la FIFA exige que los futbolistas profesionales tengan al menos dos. Sorprende, por tanto, la escandalera que se desató esos días al saberse que el Barcelona había llevado en primera (o business) a su equipo masculino durante un viaje a USA, mientras reservaba a las jugadoras la clase turista del avión. Además de poco caballeroso, esto suena de lo más antiguo. Ya ni siquiera vale la vieja definición de este juego como un deporte de brutos practicado por caballeros, vista la escasa consideración que a los directivos del Barça les merecen las damas. Menos se entiende aún la pertinaz separación de sexos que sigue existiendo en las competiciones deportivas. Una segregación que ni siquiera excluye a disciplinas de nulo contacto físico como, un suponer, el ajedrez o el tenis. Ese curioso apartheid sexual resulta particularmente enojoso en el caso del fútbol, que es negocio en el que se gana un buen dinero. Privar a las chicas de esta oportunidad laboral parece una discriminación más bien inaceptable que, sin embargo, se acepta con toda naturalidad. Lo dejó claro Joseph Blatter, antes de que ciertos chanchullos lo descabalgasen de la presidencia de la FIFA: "Se debe mantener una clara división entre el fútbol masculino y el femenino". Y punto. Las ligas femeninas, aun siendo profesionales, están lejos de proporcionar las ganancias entre grandes y estratosféricas de las que gozan los futbolistas varones. Aunque de ellas surgiera una Ronalda o una Messi, estarían condenadas a cobrar un bajo caché, dado el escaso atractivo de ese tipo de competición. Ni siquiera las feministas, que tanto y tan bien lucharon por el derecho de la mujer a trabajar, han prestado atención al apartheid de la pelota, como si asumiesen resignadamente que el fútbol es cosa de hombres. Gracias a ellas y a la evolución de la sociedad, las señoras se ocupan hoy en profesiones tan diversas como las de minera, astronauta, catedrática, militar, conductora de autobús, ministra o cualquier otra, sin más trámite que el de encontrar un patrón que las contrate. Lo único que todavía les vedan las normas del deporte es la posibilidad de jugar al fútbol en los mismos equipos que Cristiano o Messi y ganar como ellos dinero a patadas. Hasta el propio Messi abogó, en un rapto de lucidez, por la formación de equipos mixtos en los que hombres y mujeres jueguen juntos en pie -y patada- de igualdad; pero se ve que no le han hecho demasiado caso. Fácil es imaginar lo mucho que ganaría en vistosidad el fútbol si se derrumbase esta última barrera laboral para las mujeres. Un Mundial con futbolistas y futbolistos sobre el césped acrecería sin duda la expectación del público, por más que plantease algunas dificultades con las selecciones de países musulmanes. Mucho es de temer que el apartheid del balón vaya para largo.