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La huelga del taxi

Para un país resulta peligroso frenar el uso intensivo de la tecnología cuando ésta abre espacios nuevos a la competencia. Resulta peligroso porque los privilegios se acrecientan allí donde se restringe artificialmente la libertad de mercado. Es el caso de los oligopolios, que no debemos confundir por sistema con las multinacionales. A veces sucede así, a veces no. Pensemos en sectores como los colegios profesionales y en las abundantes rigideces que entorpecen su funcionamiento. El proteccionismo, que podía resultar adecuado en otra época -y en otros escenarios económicos-, deja de serlo cuando una sociedad se enfrenta a un shock de cambios tecnológicos o cuando esa regulación proteccionista deja de incentivar la inversión para convertirse en una especie de falsa fachada que oculta intereses casi estamentales o mercados cerrados que reproducen injusticias de origen. Al final, los principales afectados serán siempre los consumidores, los cuales no sólo reciben un peor servicio, sino que además normalmente pagan algún tipo de sobreprecio. Pero los efectos perversos de los pseudomonopolios van más allá de actuar en contra del consumidor; también precarizan el trabajo, reducen la movilidad social, perjudican la innovación -que es, por definición, el resultado de la creatividad y la competencia- y, en definitiva, disminuyen el potencial de crecimiento de una economía.

Esta semana hemos podido comprobar qué sucede cuando no se liberalizan de forma acertada los mercados intervenidos. La huelga salvaje del taxi -incapaz de asumir que la tecnología ha roto las costuras del sector seguramente para siempre- nos recuerda la dificultad de llegar a algún tipo de acuerdo razonable con los beneficiarios de un privilegio u otro. Es el ejemplo claro de los límites del consenso, como ilustra el economista y sabio catalán Josep Maria Bricall en sus memorias ( Una certa distància). Los consensos son necesarios para emprender reformas con un apoyo transversal, pactado y de largo aliento; no para reforzar las demandas de cualquier lobby. Sucedió en su día con los controladores aéreos. Sucede ahora con el taxi, cuya huelga en plena campaña veraniega busca crear el caos para doblegar a una administración débil. Aquí rige el viejo lema de que cuanto más pequeña es una unidad de poder, más fácil resulta corromperla. Un ejemplo obvio ha sido la municipalización del urbanismo. En contra de lo que se cree habitualmente, la corrupción se propaga más de abajo arriba que a la inversa. "De todas las corrupciones -observa J. A. Zarzalejos en su ensayo Mañana será tarde-, la municipal es la más perniciosa". La experiencia así parece confirmarlo.

Produce sonrojo escuchar a los portavoces de Podemos sostener que "los taxistas están haciendo un ejercicio de defensa de lo público". No es así, aunque para Pablo Iglesias se trate simplemente de una palanca más en su campaña para debilitar la democracia. Defender la igualdad de los ciudadanos pasa casi siempre por defender los usos de la libertad. La tecnología abre mercados, mejora el servicio, abarata las prestaciones, da más opciones a los ciudadanos, crea oportunidades y reduce privilegios. En un país moderno, defender gratuitamente la bondad de los oligopolios es absurdo, inútil y peligroso. Los taxistas pueden ganar esta batalla, aunque el tiempo no les dará la razón. Y, en lugar de asumir con sensatez la necesidad de adaptarse a una realidad cambiante pero ineludible, la pretensión de enrocarse en el mundo de ayer muestra un camino equivocado que, a la larga, los terminará perjudicando. La realidad, como decía Pla, es una fuerza imparable.

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