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Aprender desde una acera

Apartir de las ocho de la tarde las mecedoras toman las calles de mi barrio. No solo las mecedoras, también los taburetes y alguna que otra silla de madera con asiento trenzado de paja. De esos que deja marcas en las nalgas y en los muslos. Si una sale a caminar o a dar una vuelta en bicicleta, que es lo que se estila en verano, cada pocos metros se topa con grupos de personas que pasan las horas sentados en la acera. Son intergeneracionales. Abuelas, madres y tíos se mezclan con nietos y algún que otro amigo de cualquiera de las anteriores categorías. Hablan, toman el fresco y, sobre todo, están.

Venimos de once meses de mucho movimiento. Madrugones, carreras en coche, avisos de nuevos correos electrónicos, esperas de autobús, reuniones, notificaciones de WhatsApp, una sesión deportiva rápida y supuestamente efectiva, la aplicación del periódico que avisa que Trump ha decidido soltar un nuevo improperio, comidas de media hora, ventanas emergentes en el ordenador, llamadas intempestivas y, por fin, llegar a casa, tras el rifirrafe con el que quiere quitarte la última plaza libre de aparcamiento que queda en tu calle. Ay. Está claro, merecemos un respiro. Muchos lo tenemos en el mes vacacional por antonomasia: agosto. Viva agosto. Las verbenas y fires nocturnas, las playas, dormir en el suelo por el calor, comer de una fiambrera debajo de una sombrilla, las cenas tardías en la terraza, el sonido de los cubiertos de los vecinos que se cuela en nuestro salón, las siestas, quitarse el reloj y hablar del tiempo. Agosto es un mes masificado, de calima, denso y de calor húmedo pero, pese a ello, es uno de mis meses preferidos. Algunas de las mejores cosas del año pasan ahora.

Leer, dormir y comer. Y no precisamente por ese orden. O sí. Hacer las cosas sin prisa o presión. Un trempó, las berenjenas rellenas, el gazpacho, el tumbet, los pimientos asados, la sobrasada. La simplicidad de la comida veraniega es un placer entre placeres. Merece varios monumentos. El grupo de WhatsApp de amigas que se reactiva a mediados de julio con un solo objetivo: quedar para la cena de agosto. Cuando nos conocimos teníamos acné juvenil, aún no habíamos besado a nadie y memorizábamos los éxitos del verano que sonaban en un casete. Nos vemos de año en año y parece que el tiempo no ha pasado. Madrugar y ver amanecer. Pescar. Nadar. Jugar al parchís. Oír los motores de los llauts. La energía de las señoras mayores que, a primera hora de la mañana, caminan por la playa y van de arriba abajo ataviadas con un bañador de delantera reforzada. La conversación que éstas mantienen mientras, en círculo, hacen bicicleta dentro del agua. Qué cenaron la noche anterior, qué piensan hacer para comer o cómo les quedaron las sopas mallorquinas. Verano es gastronomía.

En invierno, comentar el tiempo es hablar por hablar. La típica y anodina conversación de ascensor. En verano, hablar del tiempo es filosofía pura. Curioso. Será que todo depende de la estación con que se mire. «Quina calor. Seu que aquí passa un poc d´aire. Oh! Què estem de bé a la fresca». Cierras los ojos y disfrutas del momento en el que lo único importante es no hacer absolutamente nada. Parar el tiempo y la exigencia de estar siempre en movimiento. Si logramos que ese aprendizaje perdure los próximos meses, agosto habrá valido la pena.

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