En España el sectarismo existe en la política y la cultura es en sus manos un arma de combate, o bien un modelo de Armani. A la derecha política, la cultura empieza a interesarle cuando no sabe en qué ha de gastar el dinero acumulado, y la izquierda política -en eso coincide con el nacionalismo- la considera un caballo de Troya de su propiedad para llegar hasta donde no lo hace su discurso ideológico. A veces, las posturas son intercambiables. Basta ver lo que ocurre antes de las elecciones: todos los candidatos -o casi todos- invitan al «mundo de la cultura» a una cena para que sus miembros «aporten sus ideas». Y pasado el trámite electoral, si te he visto no me acuerdo y todo continúa por el estilo, es decir, igual que antes.

Siempre me he negado a ir a esas cenas, se trate del partido que se trate. Total para qué. Y recuerdo el caso de un político al que hice -hace muchos años y en período electoral- el cuestionario Proust. Al llegar a la pregunta «¿Su escritor favorito?» me contestó que su escritor favorito era yo. Obviamente mentía y dudo mucho, además, que aquel hombre tuviera escritores favoritos. Cuando le dije que no sólo no me lo creía sino que eso no lo iba a poner, me contestó -tras consultar por lo bajo con su jefe de prensa- «pues pon a X» -una escritora local- y se quedó tan fresco. A nuestros políticos la única «intelectualidad» que les interesa es la de los editorialistas y columnistas de los periódicos (y por supuesto la inmediatez de lo televisivo). Es el lenguaje que les preocupa, generalmente porque no les queda más remedio para estar por en medio (y disculpen el ripio). Los otros lenguajes son para ellos sofisticaciones inútiles, salvo si el escritor ocupa un lugar de poder institucional. Entonces sí quieren la foto. Pero poco más. Es más fácil -y vistoso- «ir de exposiciones».

Esta tesitura favorece que en la mayoría de instituciones culturales públicas la dirección cambie cuando cambia el color político del gobierno. La figura de consenso, en estos casos, suele ser inexistente. Y ya se preocupan de que así sea para poder colocar a los suyos. ¿Cómo? Dejando estos lugares huérfanos de unos estatutos que permitan la continuidad por méritos y no por tendencia política, como sí ocurre en otros países europeos. Milagrosamente ha ocurrido con Zugaza en El Prado y con Guirao -hoy ministro de Cultura- y Borja-Vilell en el Reina Sofía. Al primero lo nombró la derecha y la izquierda lo renovó. A los otros dos los nombró la izquierda y la derecha favoreció su continuidad. Las cosas como son y éstas han sido las excepciones a la norma.

Hace año y medio el poeta y crítico de arte Juan Manuel Bonet desembarcó en la dirección del Instituto Cervantes, recomendado por su anterior director Víctor García de la Concha. Como gestor, Bonet había dirigido el IVAM, el Reina Sofía y la sede del Cervantes en París. Quiero decir que su experiencia y saber hacer estaba más que demostrada. De su sabiduría no hablo porque todos aquellos que lo conocen saben que es tan refinada como enciclopédica. Sólo destacaré ahora su imprescindible Diccionario de las Vanguardias Artísticas en España, tan alabado por tirios y por troyanos. Continuar sería saturar de títulos -poesía, exposiciones literarias, conferencias y arte- este artículo. Pero sí subrayaré un don inhabitual en nuestro mundo: la bondad de carácter de Juan Manuel Bonet, que la tiene y con creces. Paro ya, aunque no debería porque sólo desde la bondad se soporta que le tengan a uno entretenido un par de meses para después darle la patada. Una patada que no se la ha dado ni el ministerio de Asuntos Exteriores, ni el de Cultura -que son los que sostienen el Cervantes-, sino vicepresidencia de Gobierno (donde su titular ya tenía cierta experiencia al haber cesado en su día a Bonet de la dirección del Reina Sofía). Lo que pierde el Instituto Cervantes -que es muchísimo- ni se ha tenido en cuenta.

No sé lo que diría Cervantes -no se trata de caer en esa moda horrenda de hacer hablar a los muertos a favor de los argumentos de uno- pero sospecho que estas cosas no pasan en el Instituto Goethe, por ejemplo. Quizá el caso de Juan Manuel Bonet sirva para que algo empiece a cambiar en el Cervantes -permitan mi escepticismo-, pero que un país como el nuestro prescinda de talentos como el suyo nos retrata y de qué manera. Ni Goya con la familia de Carlos IV.