La tenacidad es un rasgo que adorna a Pedro Sánchez. Sin ella no habría llegado a la Moncloa después de sortear todos los obstáculos en su camino. Ahora parece dispuesto a agotar la legislatura sin siquiera tener garantizado el Gobierno la aprobación de los presupuestos y con una orfandad parlamentaria sin precedentes. Los últimos sondeos del CIS, aunque no hay que fiarse demasiado de la volatilidad de las opiniones de los encuestados en un país tan polarizado como este, ni del acierto de quienes cocinan la demoscopia, le sonríen por primera vez en mucho tiempo. Él mantiene que no gobierna para las encuestas pero su concepción gestual de la política no hace más que contradecirle.
Con los independentistas catalanes está dispuesto a desenterrar la conllevancia, aquel neologismo acuñado por Ortega que quizás sea la única forma de tener con ellos la fiesta en paz. El problema es cómo conllevar en estos momentos la intensidad insultante del discurso soberanista sin que el supremacismo de fondo que lo sustenta se crezca frente a quienes tienden la mano al estar convencidos de que el problema catalán es irresoluble. No existe, por otra parte, un poso intelectual en el debate político ni en la sociedad que permita digerir la solución que consiste en seguir cargando con él hasta que el ciclo cambie, si es que cambia, o los ánimos se aplacan. No hay una mayoría de catalanes que quiera la independencia sobre todas las cosas, sin embargo el ruido resulta ensordecedor y ante él la condescendencia sólo denota debilidad.
O estupor. Como es el caso de Puigdemont, que se atreve a pedir escolta al Ministerio del Interior siendo como es un prófugo de la justicia y sin ostentar autoridad alguna del Estado. Un Estado al que, a su vez, no duda en calumniar calificándolo de fascista, cada vez que tiene ocasión. La conllevancia exige paciencia, pero en este tránsito difícil de la historia de España se requiere la del santo Job.
