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Adelanto electoral

En Madrid circulan rumores de adelanto electoral. Serpientes de verano, tal vez. O no. La estrategia de Pedro Sánchez se mide por semanas, a golpe del dictado de las encuestas. En el búnker de la Moncloa se analizan estos resultados con lupa, se lanzan mensajes, se preparan las próximas elecciones. La oportunidad del otoño se mide de dos modos: en primer lugar, desde la economía y, en segundo, desde el idilio de los primeros meses. Empecemos por la economía, que empieza ya a ofrecer signos de desaceleración: el crecimiento trimestral del PIB se debilita, la inflación sube empujada por el alza del petróleo, la espada de Damocles del déficit y la deuda no facilitan la puesta en marcha de políticas anticíclicas, el incremento previsible de los tipos de interés en 2019 recortan el viento de cola expansionista y, en definitiva, el largo ciclo de crecimiento económico de los Estados Unidos no puede extenderse mucho más allá, lo que lógicamente tendrá su traducción europea. Por otro lado, las reformas llevadas a cabo en España también agotan sus efectos, sin que en el corto plazo que rige la actual legislatura quepa prever un mayor aliento liberalizador: en los colegios profesionales, por ejemplo, en el transporte, en la distribución o en la energía y el suelo. Y la exigencia de Bruselas de continuar con los ajustes presupuestarios tampoco juega a favor de las expectativas electorales de Pedro Sánchez a medio plazo.

El siguiente factor es el idilio de la novedad, el efecto anímico del cambio. La reciente encuesta del CIS así lo apunta. El PSOE sube con fuerza a costa de la contundente caída de Podemos. El efecto positivo también lo ha percibido el PP tras la llegada de Casado a la sede de Génova, a pesar de las posibles consecuencias del caso Máster. La pregunta que se plantean los estrategas socialistas es sencilla: en la actual coyuntura política, ¿con qué margen de crecimiento real cuenta el PSOE? Dicho de otro modo, ¿la transfusión de votos podemitas tiene todavía algún recorrido al alza? La incesante sucesión de gestos en estos dos últimos meses ya nos sugiere la premura con que trabaja el equipo de Sánchez: lo simbólico prima sobre lo real, la imagen sobre el contenido. Alargar la legislatura implica, por otro lado, arriesgarse a un cambio de ciclo en la economía, desvelar los límites reales del diálogo en Cataluña -Quim Torra anunciaba en una entrevista el pasado domingo que Sánchez le ha ofrecido íntegro el Estatut de 2006, con lo que eso supone de voladura de la jurisprudencia constitucional- y, como es lógico, el paso de los meses facilita la consolidación del discurso y de la figura del nuevo dirigente popular. Por tanto, la cuestión que acucia a la Moncloa no es sólo si Pedro Sánchez podrá resistir la presión al alza de sus socios de investidura, sino también si le conviene asumir ese hipotético desgaste cuando los votos a ganar quizás ya no sean tantos. Era previsible, pero el devenir de los acontecimientos ha ido confirmado el escenario italianizante de la vida pública española: con el fin del bipartidismo, la estabilidad parlamentaria cotiza a la baja.

Nuevos factores han entrado en juego estos últimos meses: la consolidación de un evidente magma populista en Cataluña, que gira en torno a la figura del expresidente Puigdemont; la intensificación de la crisis migratoria en una coyuntura europea de crecimiento de los partidos de extrema derecha; los renovados ataques a la Corona, centrados ahora en el rey emérito, aunque con el claro objetivo de debilitar el prestigio de la monarquía; la alteración de los equilibrios existentes en la política internacional que han producido las decisiones de Donald Trump... Conviene en estos casos no dejarse llevar por el ruido y atenerse a los principios de actuación más sólidos. Plantearse ahora mismo una reforma constitucional tendría algo de suicida. Seguramente, ya no hablaríamos entonces de reforma sino de una Constitución de nueva planta, con todo lo que ello supone. No entra, desde luego, en los planes inmediatos de un gobierno que busca sobre todo ganar el pulso electoral. La propaganda domina la vida pública y la política se ha convertido en el escenario de una campaña continua.

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