El cambio climático va en serio, salvo que no sabemos adónde va. A raíz de su último estallido mortífero, el ministro de Defensa griego adquirió notoriedad al atribuir a las construcciones ilegales la responsabilidad principal del centenar de víctimas del incendio, en las proximidades de Atenas. Todo vale con tal de no disculparse o dimitir, y la barbarie de los especuladores no camufla los errores del Gobierno. Sin embargo, antes de que llegue la devastación, es inevitable repasar los entornos costeros mallorquines de configuración urbanística calcada a la existente en Grecia. Si en ausencia de fuego resulta inverosímil guiarse a través del laberinto ilegal, cabe imaginar las consecuencias entre las llamas.
En una cuestión previa de nomenclatura, los incendios forestales ya no existen, porque todas las zonas están habitadas. Es un contrasentido hablar de fuego en el bosque y de un centenar de muertos. Los árboles forman parte de la decoración, como el gato chino semoviente. A resultas de la mortandad griega, los antiguos privilegiados miran a los pinos que les rodean con aprensión. Antes de que reivindiquen con furor de taxistas, conviene recordarles la imposibilidad de pretender la paz boscosa pero con un parque de bomberos, una UCI y una comisaría de policía junto a cada vivienda aislada. Además de un colegio a la puerta. Y sobre todo, que no hagan ruido.
Los habitantes de un céntrico bloque de viviendas gozan de la ventaja de la proximidad en caso de siniestro, hasta que reparan en que la cifra de muertos en el incendio de la torre Grenfell de Londres alcanzó la misma magnitud que el incendio no forestal ateniense. Un piso elevado no es demasiada garantía cuando la tierra tiembla o arde. Portugal 2017, Grecia 2018. Mallorca comparte con el vecindario una coalición del fuego fácil y de la convección que transforma el entorno apacible en un horno. Sin chispa, y que dure.
