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Individuos maduros

Tuve mitificados a los mayores hasta que fui mayor. De pequeño, me producía una extrañeza sin límites el hecho de que mis padres se confesaran. En misa, de súbito, mi padre se separaba del grupo familiar y se arrodillaba en el confesionario, la cabeza hundida entre los hombros. Se trataba de una imagen terrible para mí. ¿Cómo era posible que aquel hombre hubiera hecho algo malo? Trabajaba de sol a sol. Callaba, casi siempre callaba. Tenía los bolsillos de las chaquetas deformados por los tornillos y las tuercas que solía guardar allí. Reparaba cualquier desperfecto en el acto. Entraba en salón, por ejemplo, veía un interruptor despegado de la pared y sacaba un destornillador de no sé dónde para recolocarlo. Daba la impresión de ir buscando todo el rato las grietas pequeñas de la realidad para taparlas. Si una cisterna goteaba, se subía a la taza del retrete y en dos minutos la dejaba nueva. Es cierto que la realidad se averiaba a una velocidad mayor que aquella de la que disponía él para arreglarla, pero su voluntad resultaba enternecedora. ¿De qué, pues, tenía que arrepentirse?

Me conmovía menos la imagen de mi madre, a la que veía de perfil cuando se arrodillaba ante el cura sentado. Su expresión general, pese a la postura, delataba un grado de insolencia que a mí me parecía saludable. Aun así, no podía dejar de preguntarme de qué rayos se confesaba si era una adulta y los adultos, para mí, ya digo, eran perfectos. Existían entonces las llamadas «cartillas de racionamiento», a las que yo me refería como «cartillas de razonamiento». La palabra «racionamiento» no significaba nada para mí, de ahí que la transformara en «razonamiento». Siempre fui muy partidario de la razón. Por entonces solía decirse que el «uso de la razón» se adquiría a partir de los 8 años. Yo estaba deseando cumplirlos para parecerme a mis padres y a los mayores en general. No sé cómo pude alcanzar la conclusión (errónea a todas luces) de que su mundo era el producto del pensamiento lógico, pero así fue. Llegué a mayor porque tenía vocación (y aptitudes) de persona mayor como otros poseen una habilidad especial para la arquitectura. Y aquí estoy, desamparado, en un mundo sin pies ni cabeza construido por individuos supuestamente maduros.

Sin reposo

Érase un reino lejano en el que todos sus dirigentes, sin excepción alguna, se meaban en la cama. Sus súbditos, que habían aprendido desde pequeños a controlar los esfínteres y que por lo general no hacían cagadas, eran tratados sin embargo con desprecio por los gobernantes meones. ¿Sois jubilados y ganáis poco? Os jodéis, les gritaban entre risotadas ostentóreas (cortesía de Gil y Gil). ¿Estáis sin trabajo? Pues os volvéis a joder. Estas feas expresiones llegaron a escucharse incluso en el Parlamento, pronunciadas por una diputada cuyo padre estaba a la sombra por haberse ciscado también en el orden establecido. Y es que había mucha endogamia y mucho nepotismo y familias enteras por lo tanto de líderes que soltaban caca por la boca en los lugares más sagrados. «Dan ganas de hacerles un corte de manga», exclamó en su día nada menos que la mismísima secretaria de Estado de Comunicación de ese lejano reino refiriéndose a los pobres pensionistas del lugar, que reclamaban educadamente un poco de justicia.

-¿Pero esa mujer no era la encargada de vigilar la incontinencia verbal de sus jefes? -se preguntarán los lectores.

Pues sí, lo era, pero lo cierto es que su cerebro fabricaba tal cantidad de materia fecal y a tales velocidades que se le salía por los bordes en los momentos menos oportunos.

Las lavanderías de palacio y de los ministerios del remoto país no daban abasto a limpiar las sábanas y a airear los colchones para evitar el olor concentrado a pis que salía de todos los edificios oficiales. El propio poder judicial no sabía cómo esconder ni cómo justificar algunas sentencias de sus miembros cuya fetidez escandalizaba a los habitantes de ese pueblo sereno y confiado. Evitaremos mencionar los votos particulares de algunos magistrados cuya lectura ponía los pelos de punta a los tipos más duros. No había reposo, en fin. Miraras a la institución que miraras, incluso si volvías la vista a la universidad, solo veías albañales al descubierto a cuyas aguas acudían las moscas. Era un reino de moscas de abdomen metalizado, un reino descompuesto, un reino de administradores meones y cagones que por fortuna, queridos niños, no existe en la realidad.

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