La zona de Bruselas donde se eleva la administración europea guarda algunas sorpresas para el visitante. La primera de todas es su modestia. Se trata de apenas una manzana de edificios a lo largo de la Calle de la Ley, alrededor de la Plaza Schumann, ni especialmente complejos ni rutilantes. Con un presupuesto de cerca de un billón de euros, sorprende la escasa burocracia central de la Unión. Cuando uno pasea por Bruselas, tampoco ve delegaciones. Nada parecido a Madrid, donde las mil y una agencias de la administración estatal se esparcen por la capital. Así que la administración europea puede sernos odiosa por lo distante, lo engreída o lo arrogante, pero no porque sea infinita. El edificio de la Comisión no es mayor que el de un gran ministerio español. Lo mismo podemos decir del edifico del Consilium. Nada parece contrario al viejo y buen principio republicano según el cual la condición de un gobierno justo es un gobierno barato.

El único complejo imponente de esta zona es el edificio del Parlamento Europeo. Es lógico que sea así. Los administradores de la cosa pública son servidores. Los representantes electos gozan de otra dignidad. Eso se ve en la voluntad de la propaganda oficial de destacar su función como imagen de un demos europeo que, como el pueblo de un federación, ni existe todavía, ni deja de existir. Este demos goza de ese mismo estatuto que el Reino y no parece que esta sugerencia sea una broma final de la trillada secularización. Por el Evangelio sabemos que el Reino está aquí, aunque todavía no ha llegado. Lo mismo pasa con el pueblo europeo. Está llegando, pero los europeos sabemos esperar. Así, el Parlamento no se distribuye por grupos nacionales, sino por grupos europeos. Cuando entren en él los nacionalistas formarán ese oxímoron específico llamados «nacionalistas europeos». Su práctica política será pedir el exclusivismo nacional desde Europa.

Un grupo en el que cada miembro enarbola la divisa de «Mi país primero» será la definición misma de la jaula de grillos. Si la opinión pública europea está tan ciega como para preferir esas opciones, se merece que le ocurra lo peor. Mientras tanto, no está de más poner de manifiesto que el Parlamento europeo es la empresa política más compleja de la historia. Nada igual se ha visto en el mundo. Fue soñado por los mejores, como nuestro Furió i Çeriol, que quiso organizar un parlamento imperial en tiempos de Felipe II, cuando todavía había esperanzas de que no ocurriera lo peor; o por el rey borbón Enrique IV, navarro y calvinista, y todavía podemos leer toda la admirable poesía de ese sueño en el relato que de él hiciera Heinrich Mann. Luego no dejaron de soñarlo los mejores de cada generación. Es una pena que el europeísmo de Ortega fuera tan fuerte como su antiparlamentarismo. De otro modo habría sido un inspirador incuestionable de esta institución formidable.

A nosotros solo nos está permitida una reflexión más prosaica, pero no menos persuasiva para destacar lo único y ejemplar de este Parlamento. Mi amigo Jacques Lezra acaba de publicar un libro titulado Untranslating Machines. El Parlamento europeo es justo lo contrario: una máquina de traducir. Quien traduce obtiene la viva experiencia de que el pensamiento siempre quedará refractado por la lengua. Tener que traducir es tener que reconocer. Pues bien, en el Parlamento europeo pueden darse hasta 522 combinaciones posibles de traducciones en una sesión plenaria. Este hecho tiene todo el aspecto de las realidades míticas. De él se desprende la imagen más nítida de la constitución de este Reino que ya está aquí, pero todavía no ha llegado. No tendrá carácter imperial, no habrá una lengua única ni sagrada, expresión de un dios monoteísta. Será la superación de la maldición de Babel. Allí cada uno debe expresarse en su lengua con la seguridad de que será entendido. Aun tras el Brexit el inglés estará muy presente en las administraciones europeas, pero podría darse el caso de que en las grandes deliberaciones plenarias no se llegara a usar.

No estamos hablando de traducir la carta de un restaurante. Se trata, antes bien, de la más avanzada legislación que definirá las formas de vida europeas para el próximo siglo, que afectará a las poblaciones en sus aspiraciones centrales y que orientará el horizonte histórico de este amplio territorio que va desde el cabo de San Vicente al Báltico y al Mar Negro. Toda esa ingente avanzada civilizatoria tendrá que refractarse en todos los idiomas, cargarse de matices diversos, enraizarse en tradiciones diferentes, conectar con hábitos distintos. Y siempre con una compleja metodología política, afín con la práctica de la traducción, de no dejar sin atender los puntos de vista de todos los actores en esa conversación continuada entre el Consilium y el Parlamento. Nada de todo esto tiene glamour, ni brillo ni gloria. Nada menos estético. Pero es una satisfacción comprobar que estamos ante un voluntario y firme abandono de toda teología política, la otra gran aspiración de todo buen y saludable gobierno republicano.

La Casa de la Historia Europa es la exposición permanente que aspira a dotar de sentido histórico a la construcción europea. El edificio, situado en un palacete cercano al Parlamento, muestra en seis plantas la necesidad de responder con instituciones propias a ese trozo de tierra que se relata en el mito del rapto de Europa en las costas del Líbano. Aunque la exposición dispone de una primera planta sobre el legado intelectual de Europa, que se identifica mediante la tensión entre democracia, libertad e igualdad, tensión que implica un interrogar permanente personificado por el busto del filósofo Aristóteles (actitud que la exposición ejerce al final de todos sus textos proponiendo un buen número de preguntas abiertas), las plantas decisivas son la segunda y tercera. Y son relevantes porque muestran que el proyecto europeo es la consecuencia de la Revolución Francesa. No viene forzado por los viejos proyectos imperiales, sino por las modernas democracias de masas. Carlos V no es su inspirador ni su antecedente. Es la capacidad expansiva de la Revolución, culminada en la proliferación de los nuevos códigos, lo que resulta necesario situar en su base.

Pues fue ese nuevo orden específicamente moderno el que llevó a todos los nuevos estados a la carrera imperial, sostenidos por el entusiasmo de la revolución industrial y la confianza en la superioridad del hombre europeo. Y fue la ceguera de una política de alianzas, condicionada por los intereses imperiales afines y compatibles, la que generó una lógica de rearme mundial y de exaltación que llevaría a las dos guerras mundiales. Por eso, el nuevo orden debería sostenerse sobre esta nueva condición: ningún aliado ajeno a la Unión será más cercano que los miembros de la Unión entre sí. Cualquier alianza ajena estará mediada por la mayor cercanía y unidad de todos los miembros europeos. Este principio es el que garantiza la paz y la supervivencia de Europa. Pues como dijo Luigi Einaudi con clarividencia en 1954, «el problema no reside en elegir entre independencia y la Unión; el problema está entre existir unidos o desaparecer». Quien no comprenda este punto es un irresponsable; quien lo impugne es un enemigo político.

Sólo tres nombres españoles asaltan al visitante en estas dos plantas decisivas. Uno es el de Largo Caballero y se lee en un cartel republicano que muestra la Guerra civil española como preparatoria del juego de tensiones que llevaría a la II Guerra Mundial. Los otros son más modestos y hay que prestar atención para verlos. Están en una revista de 1928 que expone los avances del fascismo en el mundo. Son los nombres de Ernesto Giménez Caballero y de Francesc Cambó. La revista se llamaba Antieuropa. Para reflexionar.