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A lomos del mestizaje

Cruzo la meseta y, después de mucho tiempo, echo mano de Carlos Cano para la travesía. Lo deseo y lo esquivo por igual porque duele, cómo duele, que se fuera tan pronto en la fase creativa más pletórica. La primera que irrumpe data del 92 y, como había hecho años atrás con La murga de los currelantes, compone para los restos otro himno al respeto y la comprensión: «Moreno pardo de cobre/criollo morisco y zambo/cambujo lobo y coyote/soy mestizo, soy mulato...y al compás de los tambores/con el vaivén de los barcos/ los negros con sus tangones/las negras con su culazos/tantos labios como flores/por grandes que sean los mares, tirititrán/nunca podrán separarnos/que tú me llegas en tu sangre/y yo te tengo en mis labios». Se encharcan los ojos y no sólo por él sino por los vaivenes que se nos vienen a diario encima subidos en olas de ruindad al son de esos pobres hombres que no sé qué se han creído cuando, subidos a la tribuna o envalentonados a través de las redes, ponen en circulación bombas de relojería. Las mismas que vienen envueltas en vídeos fabricados por niños bien que no quieren que les pertuben su estatus y que, con unos engendros de alta gama, hacen saltar las alarmas y sacuden la tranquilidad de los paisanos con los peligros que nos acechan.

Yo solo he visto la masacre real. Esa en que mujeres, hombres y críos son conducidos al linde de la aldea de cualquiera de los países africanos, esquilmados por familias potentadas de la vieja Europa, y al final del paseo son fulminados. En su prólogo de «A sangre y fuego» lo dejó escrito aquel pequeño burgués liberal llamado Chaves Nogales desde la habitación de mala muerte en Montrouge en la que no pocos habían ido dejando el último aliento tras ver que la república democrática y parlamentaria arañaba su fin: «El sin patria es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre la existencia. Se soporta mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa». A ver si nos enteramos.

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