Nunca vi tantos turistas en Santiago, abundantes incluso bajo la llovizna, mientras la banda de Xinzo de Limia toca Despacito y Mi gran noche y un gaitero multifunciones pronuncia el conxuro antes de prenderle fuego a la queimada. Quien tenga la piel muy fina y no sea capaz de disfrutar perversamente de tales mixtificaciones, mejor que evite la multitud.
Crecen los visitantes y la oferta hostelera. La moza que nos sirve es de Toledo y estudia Políticas. Reniega de los masters que alejan hacia cúspides cada vez más altas y enrarecidas -y caras - lo que antes se llamaban «estudios superiores»:
-Pues si estudias Políticas y hablas inglés y francés -le dice un amigo a la camarera- deberías hacerte periodista.
Como parte de la herencia celta -o sea, romanizada, pero no del todo- la mujer siempre ha tenido más protagonismo en Galicia que en muchas otras partes del mapa.
Dejamos Santiago para ir costeando por las Rías Baixas en dirección a Fisterra. Eso implica pasar por pueblos de calles estrechas en días feriados: el camino se alarga y al llegar a nuestro destino buscamos un restaurante de muchos michelines para resarcirnos. Se llama O Fragón, pero no se fien del GPS porque les meterá en una corredoira con una pendiente de más del 40%. Quemé más rueda que un macarra en Cheste, pero salí del atolladero. No tenían ni una mesa libre ni disposición a servirnos una cerveza para refrescarnos y recuperar el temple («Ya puedes ser taxista en el infierno» me dice el mismo amigo).
Como no hay mal que por bien no venga, bajamos al puerto y damos con O Centolo, un local mucho menos pretencioso que nos sirve pulpo en crema de patata, extra de patatitas porque pronto ya no estaremos en Galicia, magnífica mariscada con todo y parrillada de pescado fresco. Todo rociado con un torrontés de Cunqueiro, recomendado por un amable jefe de sala, secundado por un camarero eficaz y con retranca. Una ración de felicidad frente a una ventana llena de barquitos que levitan.
