Richard Sennet, uno de los grandes sociólogos contemporáneos, ha concedido una entrevista reciente que merece comentarse. No es de extrañar en un hombre que ha mirado la realidad sin las anteojeras de la especulación teórica. Desde sus publicaciones en la década de los 70 sobre la decadencia del hombre público y la evolución de las formas de vida urbanas, Sennet ha llamado la atención sobre las transformaciones que las nuevas formas de economía venían produciendo en la cultura material y moral de las sociedades avanzadas. De la misma manera que Weber, cuando se centró en el estudio de las enfermedades mentales y las transformaciones éticas y estéticas que implicaba el trabajo maquinizado, Sennet comenzó a observar la transformación de la ética cotidiana en aquéllos que resultaban sometidos a las nuevas formas de trabajo con el neoliberalismo.

Ese fue el objetivo de su libro dedicado a la corrupción del carácter, que vio la luz en 1998, cuando nadie hablaba de las vidas precarias y mucho antes de que se presentaran evidencias de la crisis general de autopercepción de las sociedades avanzadas tras el estallido de la burbuja del crédito en 2008. En este sentido, todas las conclusiones de los análisis de Sennet son marcos teóricos para comprender la situación del presente y los peligros de una ingente desmoralización que no ha hecho sino comenzar a activar sus síntomas. De esa falta de vértebra ética que implica la ordenación estable de la vida alrededor de la profesión, en un sentido que todavía guarda algunos de los elementos que ya viera Weber en ella, se deriva la necesidad de las compensaciones fetichistas que vemos por doquier como formas de acceder a un sentido personal de las cosas.

En efecto, muchos de nuestros contemporáneos, carentes de esa sólida estructura de vida profesional, fruto de las nuevas condiciones laborales de trabajos parciales, temporales hasta lo infame y devaluados hasta la esclavización, tienen dificultades a la hora de adquirir un sentido de identidad social. Al no poder hacerlo por aquella forma constante de trabajo que, reconocida por los demás, se constituye en una fuente de dignidad pública, la obtienen por la vinculación a señales externas. Estas, por circunstanciales que sean, pasan a disponer de un valor absoluto. Incapaces de producir respeto por sí mismas, se defienden como si fueran portadoras de lo sagrado. Por ello a veces producen inquietud e inspiran desconfianza y miedo, a la vez que implican pertenencia a comunidades de fuerte complicidad.

La necesidad de distinguirse con signos externos, con lazos amarillos y de todos los colores, atiende a esa misma necesidad de dotarse de elementos de identidad que no pueden dar otras estructuras sociales más funcionales, que ya no reclaman la militancia partisana de la ciudadanía. Esas señas de identidad fetichista y externa tienen que ver con la proliferación de las armas de fuego, no ya en Estados Unidos, sino en Europa, que podría ser uno de esos síntomas para responder a una precariedad estructural con una exigencia extrema de seguridad y poder. Las noticias de las retiradas masivas de armamento entre los grupos ultraderechistas en Alemania, sobre todo de ese grupo que se hace llamar «Ciudadanos del Reich», resultan tan significativas como los crecientes ataques con armas a emigrantes trabajadores en Italia.

Por eso no es un azar, ni mucho menos, que Sennet desee estudiar ahora, tras el análisis de estas carencias de identidad y respeto en nuestras poblaciones, los cambios de las formas convencionales y rituales para mostrar agresividad. Hemos hablado durante mucho tiempo de la diferencia entre populismo de derechas y de izquierdas. En esas innovaciones de rituales de violencia podemos ver la clave de la diferencia. Resistirlas es el compromiso con la racionalidad que ninguna política progresista puede eludir. Las vemos todos los días. Se trata de esas formas en que nuestros contemporáneos pasan a defender las posiciones con un vigor insultante, en las que no se mueven los ánimos con energía sin que se pongan al servicio de la hostilidad. Carentes de la recepción de ese debido respeto social y estructural, en efecto no pueden dar lo que no tienen ni conocen.

En sí mismas, las reflexiones de Sennet otorgan evidencias a los argumentos que Reinhardt Koselleck extendió en los años 80 y 90 sobre la estructura de la aceleración de nuestras sociedades, y la devaluación de las formas de experiencia que traen consigo. Sennet proyecta estos asuntos a las experiencias morales básicas de nuestra civilización. Al mismo tiempo, confirma la transformación de la libertad prometida por las nuevas tecnologías en una dura esclavitud que todos comenzamos a experimentar. Uno de los derechos punteros de todo trabajador del futuro será su derecho a desconectar. Y es aquí donde sus reflexiones en la entrevista con que iniciaba este artículo merecen un comentario adicional. Ante todo, Sennet reconoce que el neoliberalismo tiene que ver con la apropiación del entendimiento, con la colonización de la imaginación. Luego afirma que esa sería la funcionalidad de las redes sociales. De ahí su aspecto compacto, invasivo, del todo social, sin resto alguno que quede afuera.

En este sentido la tesis más interesante consiste en avisar acerca de que «lo gratuito implica siempre una forma de dominación». Lo más sorprendente aquí es que lo gratuito sigue como fuente de valor económico. Esto es: lo gratuito no hace sino sostener la vigencia absoluta del valor del dinero. Esta colonización de lo que debería quedar fuera es impactante. Y es así porque lo gratuito es un reclamo de la más fácil de todos las libertades, la de consumo. Esta expresión de libertad es sin embargo la fuente del conocimiento preciso de cada uno de nosotros. Esta es una valiosa información que el sistema capitalista necesita de modo innegociable. De ahí que la información que ofrecemos usando de lo gratuito sea un negocio fundamental para las grandes empresas. Orienta sobre lo que deseamos en los bienes no gratuitos, incluidas aquí las opciones ideológicas en esa gran empresa moderna de la política populista.

Lo gratuito nos expone a la más cerrada de las dominaciones, ante todo porque es una dominación forjada (como ya anunció Foucault) desde el uso de aquello que sentimos como libertad. No estamos seguros de que en el fondo lo hayamos demandado propiamente. Pero al usarlo porque es gratuito, estamos confesando que nuestra mirada está captada por la mentalidad economicista y con ello ya estamos desarmados frente a cualquier otra consideración moral. De este modo, la aceptación de lo gratuito porque es gratuito desmorona todos nuestros criterios ulteriores de respeto, de reconocimiento y de elección. Y así, asentado en el cambio de formas de trabajo, la barbarie y la brutalidad, carente de valoraciones morales, se expande sobre nuestras vidas.

Las redes no hacen sino reflejarla. Por eso, el principal de sus usuarios, el que se ha beneficiado de sus informaciones privilegiadas, el presidente Trump, sabe que para cometer el crimen perfecto sólo necesita una cosa: vencer en su batalla contra los periódicos norteamericanos. Pues los diarios son órganos estructurales de la percepción atenta, continua, reflexiva, capaces de contar la historia de los días, de ir más allá de las vinculaciones caprichosas y arbitrarias. Eso se logra con su continuidad y, con ella, son fuentes de coherencia y de verdad. Cuando leemos el emocionado manifiesto de más de 300 medios de opinión americanos contra Trump, tenemos la impresión de que ahí se juega hoy más que nunca el destino de nuestras democracias. Pues ninguna democracia o régimen de libertad es posible si la forma de comprenderse de una sociedad queda entregada a la arbitrariedad que conceden los monopolizadores de lo gratuito. Como decía Mencía de Mendoza, que fue virreina de Valencia, invocando la divisa de la familia: «Dar es señorío; recibir, esclavitud».