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Sí, sí están solas

Una tarde del mes de junio de hace veintiocho años, mi madre entró en mi cuarto para avisarme de que mi amiga Menganita estaba al teléfono. El inalámbrico no había aterrizado en nuestras vidas y todas las conversaciones, como la vida en general, sucedían en la cocina. Mi amiga lloraba, gemía y balbuceaba frases ininteligibles. Una hora más tarde, nos encontramos en un banco del Paseo del Borne. Hacía calor. Estaba embarazada. Primer novio y un condón roto. Ella tenía dieciocho años. Dos semanas después, viajaba a Barcelona para someterse a un aborto. Un año más tarde, aún arrastraba una depresión y el novio pasó a convertirse en un ex. El otoño siguiente fuimos a un concierto de U2 en el Santiago Bernabéu. Mientras algunos bailábamos, saltábamos y nos desgañitábamos cantando Mysterious Ways, ella tuvo su primer ataque de pánico. No fue el último. Un día le pregunté si se arrepentía de la decisión. «No sé qué haría. Me han sucedido muchas cosas en la vida, pero ésta es la peor». Hablaba poco del tema, pero cuando lo hacía era un vómito. Las palabras le salían de las entrañas. Dolían y le quemaban la garganta. «Mientras iba al quirófano sentí, por primera vez, soledad vital. Estaba aterrada, tenía mil dudas pero, sobre todo, me sentía sola. En los momentos importantes de la vida estamos jodidamente solos. Nacer, morir o entrar en un quirófano».

Hace días, las redes se inundaron de comentarios solidarios con las mujeres argentinas que defienden la legalización del aborto dentro de las catorce semanas de gestación. Féminas de diferentes lugares y profesiones enviaban mensajes de apoyo y acababan con un #NoEstánSolas. Mentira. Las redes sociales han logrado hacernos creer que un simple hashtag nos convierte en seres sensibles socialmente comprometidos. La realidad es que están muy, pero que muy solas. Las mujeres que en Argentina deciden interrumpir su embarazo sin garantías médicas, ni cobertura legal están desamparadas. Los políticos que han votado en contra alientan esa desprotección, porque el aborto no va a desaparecer. Con esta decisión consiguen, por un lado, que las mujeres con poder adquisitivo interrumpan su embarazo en una clínica privada, o en otro país que garantice la calidad sanitaria y, por otro, que las que no lo tienen sean sometidas a prácticas clandestinas, insalubres, en condiciones horrendas y resultados nefastos para la vida de éstas. Y todo por ejercer su derecho a decidir cuántos hijos desea (o puede) tener, cuidar y criar. Ni reconocer un derecho implica promoverlo, ni las personas que lo defienden son seres oscuros o malignos. Lo único que se pretende es amparar, acompañar sin juicios y asegurar un entorno seguro a las mujeres que toman la decisión y que, como dice mi amiga, es una de las más duras y difíciles.

El otro día cené con ella. Ya no tiene ataques de pánico y es, como era, una persona estupenda. Es psicóloga y trabaja con jóvenes que están en riesgo de exclusión. «He empezado sesiones con una chica de dieciséis años. Está embarazada y muy angustiad», contó. «¿Y?», pregunté. «De momento, trato de acompañarla mientras toma la decisión. Que, por lo menos y durante un tiempo, sienta que no está sola y que, sobre todo, nadie la juzga», respondió antes de sentarnos a cenar y empezar a hablar de cualquier otra cosa.

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