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Deterioro

Me pregunto qué ocurre las semanas antes de que te mate tu propio perro, que es lo que empieza a suceder, si no a diario, sí con una frecuencia inquietante. Ya saben: esas personas que crían razas peligrosas y que un día aparecen medio devoradas en el salón de su vivienda. ¿Dónde se torció la relación? ¿Hubo un lunes en el que el perro se sentó en la parte del sofá de su amo y le enseñó los dientes cuando éste intentó desalojarlo? El perro, por lo visto, piensa que forma parte de una manada (la familia que lo ha acogido) en la que conviene escalar puestos hasta alcanzar la jefatura. Por eso hay que recordarle todos los días que es el último mono de ese grupo. En todo caso, hay perros a los que les sueltas un bufido y se marchan con el rabo entre las piernas a su cojín, y perros que te plantan cara. Muchas veces, por no discutir, eres tú el que se marcha a cojín del animal.

Mal asunto. Lo digo por experiencia, pues he tenido mascotas que me sacaban de paseo, en vez de sacarlas yo a ellas. Hay un instante, en esa lucha de poder, en el que el perro y tú os miráis a los ojos y percibís lo extraño de la alianza que os mantiene unidos. Llega un momento, en fin, en el que aparece una sensación de otredad. No suele ocurrir con las razas muy domesticadas, pero sí con estos especímenes que un jueves, por un quítame allá esas pajas, se lanzan a la yugular de su dueño y acaban con él antes de que le dé una orden en inglés. Los perros obedecen las órdenes en inglés porque es un idioma de pocas sílabas. Con el español, que tiene palabras quilométricas, del tipo de otorrinolaringólogo, no se aclaran y hacen lo que les viene en gana.

Pero volvemos a la pregunta del principio: ¿Qué ocurre, en los días previos al crimen, entre el amo y el animal? ¿Han discutido por el sitio desde el que ver la tele? ¿Se han peleado por una alita de pollo? ¿Ha detectado la mascota, al olfatear las prendas de su benefactor, que tiene relaciones con otros canes? ¿O se trata, por el contrario, de un proceso de deterioro en el que no es posible hallar un hecho fundacional? Nos inclinamos por esto último: por un deterioro progresivo de la convivencia que, en el fondo, resulta más humano que animal. A lo mejor, los perros asesinos se parecen más a nosotros que los pobres caniches.

Las sensaciones

Conozco cómo funcionan los relojes de marca falsos, el resultado que dan los pantalones vaqueros de marca falsos, y lo cómodas que son las deportivas de marca falsas. Pero no tengo ni idea de cómo huelen los perfumes de marca falsos. De hecho, me da un poco de miedo olerlos, por si me envenenan. He ahí la diferencia entre la física, con la que estamos más o menos familiarizados, y la química, de la que lo ignoramos casi todo. ¿Un perfume de Loewe falso huele a Loewe al modo en el que un bolso falso de la misma marca se confunde con uno verdadero? ¿Se puede piratear un aroma como se piratea un libro? ¿Hemos alcanzado ya una capacidad falsificadora tal que somos capaces de duplicar un sentimiento, en el caso de que el perfume, como vienen a decir los anuncios, sea un sentimiento?

Lo de la oveja Dolly y el tema de la clonación en general nos parece una cuestión mecánica al lado de la copia de una fragancia. Si los olores se pudieran reproducir a gusto del consumidor, ya tendríamos en el móvil una aplicación con la que recuperar los olores de la infancia. Digo los de la infancia porque la memoria olfativa posee la capacidad increíble de reconstruir el escenario en el que los percibimos por primera vez. El otro día, en una farmacia donde todavía preparan fórmulas magistrales, me llegó desde la trastienda un olor a aceite de almendras amargas que llevaba años sin llevarme a la pituitaria. De súbito, se me apareció el salón de mi casa de entonces. Mi madre se encontraba sentada en un extremo del sofá y yo tenía apoyada mi cabeza entre sus piernas, ofreciéndole el oído para que me echara unas gotas de ese aceite que me había prescrito el otorrino. Recuerdo que mi madre, antes de proceder a la operación, calentaba el frasco, haciéndolo girar entre las palmas de sus manos. Tendría yo unos seis o siete años y mi madre, no sé, unos cuarenta.

-¿Qué desea? -me dijo de repente el farmacéutico.

Cuando salí de mi ensimismamiento le dije que quería lo que estaban fabricando en la trastienda, fuera lo que fuese. Sonrió señalándome que se trataba de un encargo. Pedí entonces una caja de Ibuprofeno y abandoné el establecimiento trastornado. ¿Se pueden falsificar las sensaciones?

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