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La indignidad provoca indignación

Ya hace algunos años acogí con sumo agrado una decisión del Tribunal Supremo en la que consideraba el maltrato psicológico como causa de desheredación, avalando así la decisión de un padre de privar de sus bienes a sus dos hijos, como consecuencia del abandono al que fue sometido por ellos durante sus últimos años de vida. Dadas sus particulares circunstancias, el anciano decidió que fuera su hermana (que le había acogido durante su enfermedad y le había cuidado hasta el fin de sus días) la elegida para heredarle. Pero, como por arte de magia, sus previsibles vástagos hicieron acto de presencia tras la defunción con la única pretensión de reclamar lo que consideraban suyo.

La batalla legal entre tía y sobrinos se alargó durante casi una década y terminó con la derrota de los reclamantes que, amén de no percibir ni un euro, tuvieron que hacer frente a las elevadas costas del procedimiento. El más alto órgano judicial español realizó por aquel entonces una interpretación extensiva de los artículos del Código Civil que regulan las causas de desheredación y equiparó el maltrato psicológico al llamado maltrato de obra. Para los magistrados, el comportamiento de los demandantes había ido en contra de la dignidad de las personas consagrada en nuestra vigente Constitución.

Pues bien, no hace mucho, otra noticia de similar dureza se me ha vuelto a clavar en el corazón como una lanza. Y es que, en ocasiones, me resulta insoportable asumir que existan individuos tan censurables como el protagonista de la presente historia. A grandes rasgos, los hechos se han desarrollado de la siguiente manera. Su hijo, ya fallecido, sufrió a los dieciséis meses una meningitis que le dejó como secuela una parálisis cerebral y la dependencia total de otra persona. La madre ya demostró en sucesivos juicios que, pese a los frecuentes ingresos hospitalarios del pequeño, el progenitor le ignoró y no volvió a verle, limitándose a abonar en cumplimiento de sentencia una cantidad aproximada de cinco mil euros en concepto de alimentos, no compareciendo siquiera en un proceso de privación de la patria potestad interrumpido a causa de la prematura muerte del menor.

Por fortuna, el Supremo ha confirmado la incapacidad de este hombre para convertirse en su heredero, una vez ha quedado plenamente acreditado el abandono absoluto al que le sometió en vida. En concreto, el Alto Tribunal habla del concepto de «indignidad» contemplado en el artículo 756 del Código Civil para acceder a dicha condición, que se convierte en automática cuando un difunto no deja descendientes. La Sala afirma que, teniendo en cuenta la grave discapacidad del hijo, «el incumplimiento de los deberes familiares personales del padre hacia aquel no merece otra calificación que la de grave y absoluto, y otro tanto cabría decir de los patrimoniales, pues aunque hayan mediado algunos pagos de la obligación alimenticia convenida, sustancialmente no se ha cumplido esta y, como se razona, no se valora como involuntario tal incumplimiento».

Los firmantes subrayan que «es grave y digno de reproche que el menor, desde el año 2007 hasta su fallecimiento en el año 2013, careciese de una referencia paterna, de un padre que se comunicase con él, le visitase y le proporcionase cariño, afectos y cuidados, obligaciones familiares de naturaleza personal de indudable trascendencia en las relaciones paternofiliales, y todo ello sin causa que lo justificase. Pero aún es más grave y más reprochable si el menor, a causa de padecer una enfermedad a los dieciséis meses de edad, sufría una severa discapacidad, como consta en la sentencia recurrida, que exigía cuidados especiales».

Formulo de nuevo la misma pregunta que en 2014, pero ahora cambiando la dirección de la flecha: ¿Es acaso justo que hereden obligatoriamente los ascendientes, con independencia de su comportamiento? Porque si el espíritu inspirador de las herencias es el de la solidaridad entre generaciones, qué menos que ejercerla en ambos sentidos. Cuestión de lógica.

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