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Europa secuestrada, Europa herida

Del proyecto ilusionante de ayer a la frustración que se vende hoy, la UE se ha convertido en el chivo expiatorio de todos los males.

Parece que buscando un culpable a todo lo malo que nos sucede hemos encontrado en la Unión Europea el chivo expiatorio. Ese proyecto ilusionante hace unos años se ha vuelto hoy una frustración que se vende por doquier. Como si fuéramos de la estirpe de Caín condenamos a los nuestros de nuestros fracasos.

¿Pero de qué es culpable la pobre Europa?: de las crisis económicas, de que el Mediterráneo sea un cementerio, de que todos quieran venir y no puedan entrar, de que haya incendios pavorosos, de que se derrumben los viaductos, de las corruptelas de los gobiernos locales o nacionales, de los muertos en carretera, del exceso o falta de pesca, de los problemas agrícolas, de las guerras periféricas?¡de todo!

¿Y quién es esta pobre Europa acosada por tanta culpabilidad? Cuenta la mitología que era Europa una bella princesa fenicia secuestrada mediante engaños -como siempre- por el impetuoso y caprichoso Zeus, transformado en un hermoso toro que la llevaría a Creta. De aquella mítica princesa raptada recibe el nombre el continente. Situado en el hemisferio norte, formada por medio centenar de países, visto en el mapamundi, ¡parece tan pequeño!

Esa Europa desarrolló sus sociedades históricas primeras entorno al Mediterráneo, su mar navegable, en contacto con el «Creciente Fértil» donde nació la Historia. Fenicios y griegos realizaron la primera autopista marítima que comunicaba los pueblos costeros del familiar «Mare Nostrum». Allí surgió una sociedad de mercaderes, la ciencia y la filosofía generadora de todo. Fuera había otros pueblos con otras historias menos «avanzados».

Los romanos, vencedores en su península con forma de bota, hicieron de aquel mar y de aquellas tierras un Imperio que fue -diría Mary Beard- la primera unión europea de la antigüedad con centro neurálgico en Roma. Todos los caminos llegaban a Roma, pero antes unían con una cultura heredera de la griega, un sistema económico y un derecho dominante, desde el muro de Trajano, en Escocia, hasta las helenísticas ciudades romanizadas de la actual Turquía o más allá en la Jerash jordana. Desde los pueblos del Danubio cuyas fuentes descubriera Tiberio hasta el Egipto de Cleopatra subyugada. Y todo desde la Europa vertebrada en torno Mediterráneo (en medio de la tierra). Los bárbaros, extranjeros en las fronteras, se fueron romanizando; los exteriores al imperio hubieron de comerciar con él a través de rutas hoy reconocidas y puestas en valor. Desde las que por caravanas iban al lejano Oriente hasta las que por el norte llegaban al Báltico del ansiado ámbar. A través de los «caminos romanos» llegaban otras gentes, otras culturas de otros pueblos en un crisol de atracciones.

Cayó el Imperio político-militar de Roma (s. V) y la idea de Europa perduró en el Bizancio oriental y renació con fuerza en el Sacro Imperio Romano de Carlomagno en occidente. «Carlomagno y Mahoma» son los motores del medievo escribirá Henry Pirenne, dos fuerzas enfrentadas por el control del Mare Nostrum frontera de la Europa que revivía, sobre la herencia romana desde el norte. Con la idea del Pater Europae, Carlomagno, entraron en el proyecto no diseñado de «hacer Europa» los pueblos del centro y oeste del continente siempre con la meta de rescatar como propio el Mediterráneo y avanzar más allá en la «liberación de los Santos Lugares», siendo el cristianismo ideario supranacional ya desde la propia Roma cristianizada. En el desierto de la Arabia guerrera y expansiva el islam, tras el Profeta, se expandió pero a la vez adquirió y trasmitió lo mejor de la filosofía y ciencia griega y helenística. De la tensión bélica entre las fuerzas motoras medievales se fueron rediseñando reinos y alianzas más o menos estables.

El medievo se cierra con la caída lamentada del Imperio de Oriente en 1453 a manos de los turcos otomanos, mientras que en el occidente se pone fin, en Granada, a la presencia musulmana el mismo año de 1492 en el que, buscando caminos libres al comercio con el lejano Oriente, se «descubre» al oeste, más allá del «Océano Tenebroso», un continente desconocido. La fuerza motriz surge de la monarquía hispánica de los Reyes Católicos y, alianzas matrimoniales mediante, continúa con la dinastía de los Austrias. Carlos I querrá ser más el Emperador Carlos V, siguiendo la estela de Carlomagno y deseando revitalizar el Sacro Imperio Romano en una Europa común. La contención de los turcos en el este y la unificación de las tierras de su herencia europea bajo una fe quedarán quebradas por las guerras de religión que siguieron a la "revolución luterana". Dueño de un inmenso imperio de ultramar que crecía a medida que se descubrían nuevas tierras, el emperador quiso ser siempre, como diría el gran historiador Manuel Fernández Álvarez Un hombre para Europa sin lograrlo.

Mientras en los dominios de los Habsburgo españoles «no se ponía el sol» y se convirtieron como imperio principal en diana de todos los ataques, la Europa del XVII se enzarzó en conflictos largos y enquistados, pero cumpliendo aquello de que la guerra es la generadora de la historia, no dejó de progresar. El siguiente «siglo de las luces» quedó marcado por la promoción del saber y la razón y tuvo su título final en la Revolución Francesa y su proclama de «libertad, igualdad y fraternidad». A lomos de aquella revolución surgió un nuevo intento imperial europeo en la espada del corso francés Napoleón Bonaparte del que dicen que diría Hegel tras la batalla de Jena que era «el espíritu absoluto montado a caballo». El proyecto imperial de Bonaparte fracasó en Rusia y en España. Y luego, la decimonónica centuria con su industrialización galopante, fue la de la Europa de las naciones rediseñadas sobre esencias particulares.

Todas las contradicciones y rivalidades larvadas desencadenarían en el pasado siglo XX un ciclo de revoluciones, dos guerras mundiales con una capacidad de destrucción nunca imaginada y guerras civiles de gran crueldad. Las anti-Europa soviética, nazi y fascista dejaron postrado el pequeño continente. Demasiado para detenerse en ellas.

Como si al hartazgo de sangre hubiera de ponérsele límite se proyectaron acuerdos económicos y de cooperación estables y en 1957 se materializó el Tratado de Roma que dio origen a la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, luego Comunidad Económica Europea. La caída de la URSS consolidó el proyecto ampliado a Tratado de la Unión Europea en 1993. Por fin había nacido un ideario europeo consensuado, un acuerdo conjunto no impuesto por la fuerza de las armas, sino contra las armas. De la economía se pasó a la cooperación policial, exterior, judicial, unión monetaria, libre circulación de personas y mercancías y un largo etcétera. Un proyecto plagado de tratados y pactos impensable en la larga historia del continente. Integrada por veintiocho estados, pese a la desafección británica siempre isla de Europa, la UE constituye un ejemplo único de voluntad común en la larga historia mundial. Con 4 324 782 km2 (menos de la mitad de USA) tiene 511 805 008 hab. (tercer puesto). Dispone de parlamento y estructuras de gobernanza, vitalidad económica en crecimiento y un índice de desarrollo humano (IDH) según las Naciones Unidas envidiable. Cierto que es lenta y el pactismo no siempre es fácil. Pero ahí sigue.

Aquejada por desajustes internos y por la presión migratoria, además de por un resurgimiento interno de los nacionalismos excluyentes y centrífugos y de los populismos inconformistas, la Unión Europea encara un presente difícil. Europa será lo que quieran los europeos, salvo que estos como grupo con ideas en común dejen de existir, lo que sería una pena.

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