He pasado el largo y bochornoso verano en una burbuja «inmoviliaria», sometido, con una quieta insistencia, a largas sesiones de remojo corporal y enfrascado en la lectura de las obras completas de Marcial Lafuente Estefanía o Elías Canetti, ya no recuerdo; y, ya que dije «enfrascado», digamos que del mismo modo que cayeron los volúmenes de Lafuente o Susan Faludi (bodegas Anagrama), ya no recuerdo, cayeron los botellines de Mahou y los frascos de Bahía de Dénia (ediciones Xalò). Debo añadir, por prolongar la introducción, que los placeres de la burbuja inmobiliaria voluntaria se intensifican cuando a uno le es dado contemplar, sentado como un Buda en los porches de la indolencia, los trajines frenéticos y los «ires» y «venires» de cuantos habitan en el exterior, o sea, de los demás. Ocurre con estas cosas del gozar como con la Salvación y la vida eterna: las satisfacciones del cielo se incrementan con la contemplación de los tormentos del infierno: si el Señor me tiene en su gloria, no me importaría contemplar como le arrancan la uña del dedo gordo al cabrón que me robó la bicicleta. Dicho sea con amor cristiano.

Mi gozo en un pozo, sin embargo. Ahora, a la vuelta del verano y estallado septiembre en todos los morros de lo que se avecina, descubro que el inmovilismo en el que yo dormía, como si fuera el sueño logrado de mi voluntad, sigue allí al despertar, como el dinosaurio de la realidad que no se fue a ningún sitio. Vamos, que la vida siguió igual, como dijo Julio Iglesias, mientras estuve fuera de mí o para nadie: si yo no me moví porque no quise, los demás jugaron al pies quietos, porque les dio la gana. Ahí siguen el calor y los incendios, como era de esperar y por ejemplo, y ahí siguen, en un inmovilismo que ni come ni deja comer, Dolors Montserrat y Albert Rivera, ahí siguen, pastoreando en los telediarios, Inés Arrimadas y Pablo Casado, oponiéndose a cuento se mueva, ya sea el traslado de Franco, la llegada de inmigrantes, los presupuestos o picando a destajo en el filón catalán. Incluso Eduardo Inda sigue voceando lo mismo en las tertulias y Alfonso Novo y Fernando Giner acudiendo a donde se les espera. En fin: esto sí que es un «efecto llamada».

Menos mal que vuelto al tajo y ante esta sempiterna reiteración de lo viejo y este atasco ideológico, siempre hay un resquicio por donde se cuela lo aparentemente nuevo: la invasión de los patinetes eléctricos, yo qué sé y por ejemplo. La cosa no deja de ser otra vuelta de tuerca al tema de los carriles o de las bicis y ya tardan los concejales de la santa oposición en criticar al alcalde Ribó porque gobierna a salto de mata y no tiene nada previsto para cuando nos invadan los marcianos o lo que sea que tenga que llegar a ser.