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Lecciones de abismo

Hace unos días, los geos caían sobre el presunto pederasta holandés Josh Brech en un bosque de Castellterçol, Cataluña, a donde fue conducido con engaños (parecidos a los que él mismo empleaba para separar de la manada al scout elegido como cordero a sacrificar). El sospechoso domina las técnicas de supervivencia y escalada y es solitario y escurridizo: se le acusa de la violación y asesinato, hace veinte años, de un niño. Este abusador extremo recorría geografías «espirituales» -Nepal, India, incluso el Everest- y hay indicios de que se retiraba a meditar, así pues ¿qué diablos pasaría por la cabeza de este hombre? La clave puede estar en el título de aquel libro de relatos recopilados por Paul Auster: Creía que mi padre era Dios.

Estamos muy orgullosos de nuestra red neuronal, ese misterioso holograma que acoge y reproduce, a la vez, todo el universo, lo reconstruye entero en cada uno de sus fragmentos y hasta nos permite echar una ojeada a los entresijos de su sistema operativo. Una red por donde trepa, corre y salta el gato de la ideación, como un fulgor en la noche cerrada. Pero esa malla no tiene sus nudos espaciados regularmente, sino que es más retorcida que el laberinto del Minotauro, con más pliegues que el coño de la Bernarda y con más capacidad y departamentos que los bolsillos de la sotana de mi jefe de estudios en los Salesianos. La red, como todos los asideros, linda con el abismo.

Cuesta imaginarse a un traficante de fluidos puros de alta montaña como Josh Brech destrozando a una criatura en una llanura verdeante de pinos y tulipanes. Como costaba entrar en la cabeza del belga Marc Dutroux que violó y asesinó a seis niñas pese a pertenecer a la geografía del más excelso chocolate, un país que se fracturó en dos durante más de un año y, sin gobierno, se hizo más rico y sembró más patatas en la línea de la fractura. Como el austríaco Joseph Fritzl que enclaustro, violó y le hizo seis niños a su hija, pese a que en su casa no faltaría la tarta Sacher, ni los visillos de encaje, ni los corazones tallados en las contraventanas.

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