La inmensa mayoría de los españoles, los vencedores y los vencidos en la Guerra Civil, nos reconciliamos al ratificar en referéndum la Constitución de 1978: Un 87,78 por ciento de los votantes dimos un voto favorable, votaron en contra el 7,83 por ciento, en blanco el 3,54 por ciento y emitieron votos nulos un 0,74 por ciento. Estos resultados se explican porque en una sociedad plural, en la que los ciudadanos viven en libertad, la unanimidad es imposible, y en caso alguno es deseable. Lo contrario, la unanimidad es consecuencia de la oclusión de las ideas que solo tiene lugar en las dictaduras. Y es que la reconciliación tiene límites: nunca es posible que alcance a la totalidad de los ciudadanos de un Estado.

La mayoría de los ciudadanos españoles de la época de la transición comprendimos que tras cuarenta años de dictadura era necesario aceptar los hechos: millones de personas habían apoyado la dictadura hasta el final, otros millones habían manifestado una suerte de aceptación pasiva, y solo una minoría habíamos discrepado abiertamente militando en partidos políticos o sindicatos de trabajadores. La inmensa mayoría de los españoles optaron por la reforma, pues no querían la ruptura que una minoría propugnaba que, probablemente, nos hubiera conducido a otra guerra civil o a considerables turbulencias ciudadanas. De ahí el perdón que se expresó mediante las medidas de gracia que se promulgaron, amnistías e indultos, que beneficiaron a todos sin exclusión, inclusive a los terroristas de ETA. La Constitución simboliza el compromiso histórico al que llegamos la inmensa mayoría de los españoles en 1978.

Los que interpretaron correctamente a la mayoría de los ciudadanos españoles ganaron las elecciones generales de 1977, la Unión de Centro Democrático y el Partido Socialista Obrero Español, los demás partidos políticos, en los extremos de la derecha o de la izquierda, perdieron clamorosamente, lo que se ha repetido hasta la actualidad en que los partidos más votados siguen siendo el Partido Socialista y el Partido Popular, pese al deterioro de ambos, fruto de la corrupción y del desgaste por el ejercicio poder.

Rodríguez Zapatero, gozando de una mayoría absoluta en el Parlamento, abandonó con demasiada frecuencia las líneas maestras de la socialdemocracia y abrazó en numerosas ocasiones el radicalismo populista. En vez de atender los problemas de la inmensa mayoría de los ciudadanos optó por sacar del olvido a los fantasmas de la Guerra Civil para complacer a una minoría de españoles integrada, fundamentalmente, por los que no aceptaron en su día la Constitución de 1978, y por los que no habiendo podido votarla en su día, porque no habían nacido o no tenían la edad necesaria para votarla, siguen doctrinas extremistas de uno u otro signo contrarias al compromiso histórico suscrito en 1978. Estas minorías pretenden no solo reescribir la historia sino volver atrás. Y, lamentablemente, el Gobierno de Pedro Sánchez, probablemente como consecuencia de las limitaciones derivadas de su escasa representación parlamentaria, ha vuelto a reeditar la peor política de Rodríguez Zapatero, la de generar tensiones y dividir a los españoles con su anuncio de creación de una Comisión de la Verdad.

Pedro Sánchez se ha puesto a la cabeza de los que no aceptaron o no aceptan la Constitución de 1978, que pretenden desvirtuar la historia, la anterior y la posterior a 1936, construyendo una única historia, su versión de la historia, mediante la Comisión de la Verdad. La propuesta es muy grave, porque desde que se instaurara la democracia en España se han escrito en libertad decenas de miles de páginas sobre la Segunda República, sobre la Guerra Civil, sobre la Dictadura y sobre el presente más próximo. No tenemos en España un déficit bibliográfico o de opinión ciudadana en lo que respecta a la interpretación de nuestro pasado.

Podríamos decir que casi todo está escrito y opinado desde todos los puntos de vista. Y si esto es cierto la persona menos ilustrada puede llegar a la conclusión de que no hay ni puede haber una sola versión de lo que ha sucedido en España desde 1931 hasta nuestros días. Las versiones de nuestro pasado son muchas porque, afortunadamente, disfrutamos de la libertad de expresión de pensamientos, ideas y opiniones proclamada por el artículo 24 de la Constitución. Las versiones de nuestro presente son igualmente muy numerosas e incluso discrepantes como la noche y el día.

La creación de una Comisión de la Verdad es un insulto a la inteligencia pues el menos inteligente de los ciudadanos sabe que no puede haber una única verdad en una sociedad democrática y pluralista: Los que postulan dicha Comisión son los partidarios de un pensamiento único que cualquier demócrata debe rechazar sin matices.

El relato de lo sucedido desde 1931 hasta nuestros días depende de quien haga el relato, es decir, de que posición ocupaba u ocupa el que hace el relato en el tiempo y en el espacio. No existen dos relatos del pasado (ni del presente) sino muchos relatos, tantos como las posibles posiciones que ocupan los relatores en alguno de estos períodos de nuestra historia. Por ejemplo, los que éramos demócratas antes de 1978 y lo seguimos siendo después de la Constitución no tenemos dudas de que Franco era un dictador, pero no se puede hablar de unanimidad en lo relativo a los caracteres de dicha dictadura, las discrepancias fueron y siguen siendo considerables entre los socialistas, los democristianos, los comunistas, los anarquistas y un largo etcétera de posiciones ideológicas. Muchos de los que apoyaron por activa o por pasiva la dictadura, y se han convertido en demócratas después de 1978, hacen un relato muy diferente del pasado y, con mayor o menor intensidad, llegan incluso a justificar el golpe de estado, la guerra civil y algunas de sus consecuencias. Y no faltan tampoco los que justifican plenamente el golpe de estado y la dictadura, e incluso la añoran. España no es una excepción, el panorama bibliográfico y de opinión sobre el pasado es idéntico en todos los estados democráticos del mundo.

¿Acaso se pretende por esa Comisión hacer una incursión en el pensamiento de los demás, prohibiéndoles pensar por su cuenta, creando un pensamiento único? Lo que los demócratas debemos aspirar es a que todos respetemos la Constitución, sus valores y sus principios, sin prohibir la discrepancia ni sobre lo que ha sucedido ni sobre lo que pueda o deba suceder.

Lo que resulta sorprendente en el caso español es que el relato único del pasado pretendan hacerlo quienes representan a una minoría de ciudadanos españoles y, en particular, los que no suscribieron ni suscriben el compromiso histórico que representa la Constitución. La inmensa mayoría de los ciudadanos españoles no está mirando el pasado que han dejado a los historiadores de todas las ideologías. La inmensa mayoría de los españoles está mirando el presente y el futuro; lo que les preocupa es que nuestro país siga progresando lejos de los fantasmas del pasado.

La Comisión de la Verdad no será otra cosa, en su caso, que un intento de crear un relato oficial de la historia que generará más división entre los españoles. Y la responsabilidad de dicha división será, sin duda alguna, del Gobierno que permita ese disparate. El Gobierno todavía tiene tiempo de rectificar volviendo a la senda constitucional, al compromiso histórico que tanto costó y que tan esplendidos frutos ha dado en los últimos cuarenta años.