Conseguir en nuestro sistema constitucional que triunfe en el Congreso una moción de censura contra el Gobierno es casi tan difícil como obtener el premio máximo de la lotería nacional. Probablemente no vuelva a ocurrir jamás un supuesto como el protagonizado por el candidato opositor Pedro Sánchez y el presidente Rajoy. La explicación de tal rareza no se halla en la existencia de un programa político común laboriosamente negociado y acordado por los Grupos Parlamentarios que integran la mayoría absoluta de la Cámara. El lazo de unión entre los nacionalistas y las izquierdas no ha sido, realmente, un proyecto conjunto para todo el país, sino la coincidencia en el objetivo de desplazar del poder a Mariano Rajoy. La fuerza de ese objetivo suplió la carencia de un proyecto interpartidario de legislatura.

A pesar de lo cual no cabe negar la sensación de alivio de los españoles ante la inopinada marcha de Rajoy, que había evidenciado una dejadez pasmosa, rayana en lo criminal, frente al desbordamiento separatista catalán entre 2014 y 2017. Ciertamente, semejante pasividad no le es achacable únicamente a él, sino también a los partidos de izquierda que finalmente le derribaron; pero a él, como Presidente del Gobierno de la Nación, le cabe la mayor responsabilidad. La Historia no será benévola con su falta de coraje político, que en tiempos de mayor reciedumbre le hubiera costado más que la poltrona.

Cada una de las fuerzas políticas que suscribieron y apoyaron la moción de censura tenían por delante unos objetivos específicos que cubrir. Para el PSOE alcanzar la Presidencia del Ejecutivo suponía potenciar automáticamente sus hasta entonces menguadas expectativas electorales, y así lo han acreditado los posteriores sondeos de opinión. La púrpura presidencial confiere de inmediato un empaque de alto valor político. Pero, naturalmente, hay algo más: dada la fragmentación ideológica de los apoyos a Sánchez, no es de esperar una legislatura plena de sustanciosas realizaciones legislativas, sino de meros golpes de efecto propios de una precampaña electoral. Y así lo revela no sólo la rápida respuesta de auxilio al ´Aquarius´, o los viajes y visitas internacionales de Pedro Sánchez (de desigual trascendencia, por decir lo menos), sino sobre todo el asunto de la exhumación de los restos del César, cuestión de alto simbolismo, sin duda, pero que poco afecta a la gobernación nacional.

Precisamente el tema del Valle de los Caídos revela con exactitud qué podemos esperar los ciudadanos hasta la más o menos próxima convocatoria de elecciones generales: pirotecnia, no política. La exhumación del ´Caudillo´ justamente ahora pone de relieve, en su espectacularidad de fuegos de artificio, lo que nos cabe aguardar de la acción gubernamental y parlamentaria en los meses venideros. El Gobierno, decidido a impresionar con ese gesto a la parroquia, no ha dudado en utilizar la forma del Decreto-ley para respaldar el traslado funerario, invadiendo así la potestad legislativa de las Cortes, ya que ni por asomo se cumple la exigencia constitucional de tratarse de un «caso de extraordinaria y urgente necesidad». El Preámbulo justificativo del Decreto resulta nulamente convincente al respecto, y barrunto que así lo considerará el Tribunal Constitucional . Además, nadie sabe qué hacer con la basílica y con el sitio monumental en su conjunto. Aitor Esteban, con típica finura de abertzale, ha propuesto su demolición. El Presidente, que sin duda acaba de leer a Thomas Mann y su montaña mágica, quiere que sea un «lugar de reposo», y ha tenido también la feliz ocurrencia de proponer la creación de una «Comisión de la Verdad» sobre la guerra civil y la dictadura franquista. Seguramente piensa que los historiadores no saben hacer su trabajo como es debido. ¡Cuánta pirotecnia! ¡Y sin un Haendel que le ponga música!

¿Y qué esperan los acreedores nacionalistas de Pedro Sánchez? Naturalmente, alguna vía de reconocimiento del derecho de autodeterminación. Por eso no resulta arriesgado suponer que los juristas cortesanos del entorno correspondiente se hayan puesto ya en modo imaginativo-pirotécnico a fin de encontrar nuevos filones semánticos en la intrincada neolengua de la política. De cualquier manera, salvo que los secuaces del nuevo carlismo de Puigdemont decidan echarse al monte de Waterloo a perpetuidad, los nacionalistas creen que tienen poco que perder en su apuesta por Sánchez. Es decir, un cóctel de separatismo y federalismo podría ser aceptable para los nacionalistas catalanes y vascos. Abandonando la ilusión canadiense y escocesa, se trataría, en efecto, de seguir los pasos del muy peculiar modelo belga, tan acogedor con el fugado Puigdemont. Una columnista de Le Soir, Béatrice Delvaux, escribía no hace mucho que en Bélgica tiene lugar el ¨avance hacia una especie de separatismo blando, a través de un confederalismo larvado¨. Y una politóloga italiana, Anna Mastromarino, decía años atrás que los nacionalistas flamencos de De Wever, lejos de concebir a la Bélgica federal al estilo de Federaciones de raigambre histórica como Estados Unidos, Suiza o Alemania, querían otorgar el máximo protagonismo político-constitucional a las entidades subestatales (Comunidades y Regiones), reservando «poco más de un espacio de soberanía externa al Estado central». Estoy seguro de que ese patrón no disgustaría demasiado al PSC. Y a Urkullu, en sus tejemanejes con Bildu, le veo igualmente en la misma línea.