No conseguimos desenterrar de nuestras vidas las serpientes de verano. Hemos sustituido al monstruo del Lago Ness por el monstruo del Valle de Cuelgamuros. Eran muchos quienes todos los veranos decían ver al misterioso animal escocés. Y son legión ahora quienes dicen ver el fantasma del dictador infiltrado en la vida política española. Ya sea en forma de tics de unos o en forma de cortina de humo desplegada por otros. Ya es triste dar la razón a Vizcaíno Casas, que vaticinó la resurrección, pero erró el año, igual que Fukuyama con la fecha del fin de la Historia.

Cualquiera diría que nos regimos por el cuarenta. No es un número cualquiera: Los cuarenta años de éxodo del pueblo de Israel, los cuarenta días y cuarenta noches que duró el diluvio, los cuarenta días de Jesucristo en el desierto, la cuaresma? Por no hablar de la cuarentena o de las crisis de los cuarenta. La clase política española vive obsesionada con los cuarenta años de dictadura -los forrenta como los bautizó Forges- y vamos camino de obsesionarnos al mismo nivel con los cuarenta que llevamos de democracia. Vivimos atrapados en un perpetuo estado de transición hacia no se sabe dónde, como si no quisiéramos acabar de construir este país nuestro.

Qué lejos quedan aquellos deseos de Garci en boca de José Sacristán: "Para no pasarnos otros cuarenta años hablando de los cuarenta años." Solo eran buenos deseos, sí, porque vamos camino de empezar otra tanda de cuatro décadas hablando de ellos. Entonces, teníamos un empeño en poner el punto y aparte cuanto antes, en enterrar el pasado oprobioso. Hablábamos de "La guerra de papá" (Mercero, 1977) o de "Las guerras de nuestros antepasados" (Delibes, 1975). Decíamos que aquella maldición de las dos Españas era cosa de nuestros ancestros, nos rebelábamos contra los machacones que, amparados en el pasado, no nos dejaban avanzar. Y quien más y quien menos se reconcilió con sus coetáneos, al grito de hablando se entiende la gente. Empezábamos de cero.

Pero debimos de hacerlo muy mal, porque la nueva generación insiste en que cerramos el conflicto en falso, en que no enterramos bien hondo el pasado y en que malcuramos las heridas que aún supuran. Y ahí están a vueltas con la guerra de sus bisabuelos, más antepasados que nunca, Probablemente sea un problema generacional y, al igual que nosotros nos rebelamos contra nuestros padres, nuestros hijos se rebelan contra nosotros. Resulta a que a nuestros sucesores no les gusta la transición. Ojalá encuentren algo mejor.

Hace cuarenta años, sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos no era una prioridad, Había graves problemas más urgentes que resolver. La democracia del 78 ha sido el periodo más próspero de la historia de España. Sí, está demostrado. Pero no fue ningún camino de rosas. Tuvo que soportar escollos muy serios: 854 asesinatos y más de 7.000 heridos en los 3.000 atentados de ETA, un golpe de Estado o crisis económicas con periodos de más de seis millones de parados y una inflación hasta del 24 por ciento. Y esa democracia imperfecta, por supuesto, es susceptible de mejora y debe mejorarse.

Tal vez algunos seamos unos alarmistas y nos preocupemos demasiado por la crisis del Estado en Cataluña, por la avalancha de inmigrantes o la desaceleración de la economía. Si otros creen que no hay problemas más urgentes, adelante, saquemos los restos de Franco cuanto antes y entreguémoslo a la familia. Nadie se va a oponer más allá de algún tertuliano de salón y algún que otro nostálgico de un tiempo enterrado y bien enterrado. Pero, por favor, no lo aireemos más, porque cada día que perdamos hablando de Franco será un día más de triunfo del franquismo. Quienes decidieron levantar el monstruoso mausoleo de Cuelgamuros en la posguerra lo hicieron así para que no nos olvidáramos nunca. Y lo están consiguiendo.