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La murga de los querulantes

La demanda contra el juez Llarena en Bélgica supone una causa general contra el orden jurisdiccional español que, al mismo tiempo, socava el orden constitucional establecido y cuestiona en el exterior la calidad democrática del Estado.

En este tiempo de grandes paradojas, de abundancia de dichos o hechos que desafían la razón, la de los políticos catalanes fugados es una de las más recurrentes de la parodia nacional. Resulta cuando menos sorprendente que quienes menos respeto demuestran por la legalidad, con más ahínco se aferren a ella para imponer su ideología, tergiversar la realidad, confundir a la opinión pública internacional y, en definitiva, poner en cuestión el estado de derecho y la democracia española. «España es un estado delincuente», se lamentaba quejosamente Carles Puigdemont hace unos días.

A tenor de esta verdad indiscutible, y a falta de quehaceres más provechosos, desde su fastuoso refugio de Waterloo encadena recusaciones y demandas contra jueces y magistrados españoles, para las que rebusca la anuencia de instancias judiciales extranjeras. Así, empeñado en tales menesteres, encabezó el intento de recusación de los prófugos contra el tribunal que debería juzgarlos, a cuya jurisdicción ya se habían sustraído por haber eludido con su fuga la acción de la justicia. Es irónico que quien se halla en rebeldía, acogido a sagrado en suelo belga, inste similar recusación con el manido argumento de la falta de imparcialidad. El Tribunal Supremo acaba de desestimar por unanimidad la pretensión.

El discurso lastimero de falta de libertad y vulneración de los derechos fundamentales de estos obstinados querulantes colma la paciencia y raya en el hartazgo. No obstante, Puigdemont y los demás huidos, inasequibles al desaliento, nos han brindado otro espectáculo con nuevos argumentos; el de la demanda interpuesta contra el magistrado Pablo Llarena por unas manifestaciones que atentan, según dicen, contra la presunción de inocencia de los fugados. Con esa reclamación, no solo se ha puesto en evidencia al Gobierno, con la ministra de Justicia, Dolores Delgado, inhibiéndose inicialmente del asunto por considerar que correspondía al ámbito privado del magistrado, sino que se ha convertido en el exponente de una demanda sustentada en la tergiversación torticera de las palabras de Llarena, que rebasa el límite de lo permisible en el ejercicio del derecho. En efecto, una declaración del magistrado expresada en condicional mutaba por arte de magia en afirmación tajante al ser traducida al francés. Una vez detectada la alteración, los abogados de los prófugos lo atribuyeron a un mero error carente de importancia. Sin embargo, ese supuesto lapsus calami no era meramente formal sino sustancial, una argucia en la que se sustentaba la reclamación por el daño inferido al vulnerarse la presunción de inocencia de los demandantes. Hasta la fecha, nadie ha asumido la responsabilidad del asunto.

El bello idioma italiano acuñó irónicamente la afortunada expresión «traduttore, traditore» por la que se tilda de traidor al traductor a resultas de las alteraciones, deliberadas o no, de los textos que traducen. A propósito de la demanda en cuestión, habrá que dilucidar quién ha traicionado las palabras de Llarena para volverlas en su contra. En todo caso, los (i)letrados de esta causa tienen pendiente la asignatura de la deontología profesional.

Por otra parte, al margen de la discutible cuestión de la competencia de la jurisdicción belga para conocer el asunto, sorprende la inadecuación entre el fin pretendido y el instrumento empleado para su consecución, porque lo que subyace en esta demanda civil de reclamación por el daño causado, derivado de las declaraciones de Llarena, amén de intentar desacreditar al magistrado e invalidar la instrucción del proceso, supone una causa general contra el orden jurisdiccional español que, al mismo tiempo, socava el orden constitucional establecido y cuestiona en el exterior la calidad democrática del Estado.

Sea como fuere, no podemos permanecer impasibles ante esta profusión de demandas y querellas, ante esta acendrada querulancia falsificadora y burlona contra el poder judicial en un ejercicio inédito de temeridad procesal. Quizás, solo queda el recurso de la chanza, el consuelo de la famosa chirigota de Carlos Cano La murga de los currelantes, cuyas estrofas, convertidas en un jocoso vaticinio, decían: «María, coge las riendas de la autonomía (saca la urna que no se fían). Marcelo, que los paraos quieren currelo. Manuel, ¿con el cacique qué vas a hacer? Maroto, siembra la tierra que no es un coto. Falote, que ya está bien de chupar del bote. Ramón, ¡hay que acabar con tanto bribón!».

La cuchufleta en estado puro.

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