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Aquí te pillo, aquí te mato

¿Se acuerdan ustedes de Mariano Rajoy? Era un señor algo soso, altote y con barba, que hace algo más de tres meses se ganaba la vida como presidente el Gobierno de España. Parece que han pasado siglos desde que este político gallego y cachazudo dirigía los destinos del país y sin embargo, ni siquiera han transcurrido cien días. La política española va a tal velocidad, que en cuestión de semanas ha convertido en material arqueológico a un personaje que arranco este 2018 manejando todos los hilos del poder en medio de la sensación general de que había PP para rato.

Aunque resulte espectacular, la supersónica transformación del máximo dirigente popular en una reliquia prehistórica no es la única consecuencia del ritmo endiablado con que se están desarrollando los acontecimientos en el escenario político nacional. Ahí están, sin ir más lejos, las huestes de Ciudadanos; un partido que en un cortísimo espacio de tiempo ha pasado de ser alternativa real de Gobierno a convertirse en un inclasificable comando de quitadores de lazos amarillos. Tampoco les ha sentado bien la velocidad a los de Podemos, cuya desaparición del primer plano de la actualidad política ha de atribuirse, entre otras cosas, a su incapacidad para seguir un sprint delirante en el que no se permite ni el más mínimo momento de desmayo.

Las cosas han llegado a tal punto, que hasta el principal beneficiario de este acelerón general, el PSOE de Pedro Sánchez, empieza a convertirse en víctima del vértigo de una apresurada carrera, que ha convertido a la política española en una de aquellas viejas películas de cine mudo en la que los actores corrían de acá para allá a cámara rápida con un acompañamiento de alegre música de piano. Los socialistas empiezan a comprobar con dolor y sorpresa como el capital de euforia y de ilusiones que acompañó a su flamante Gobierno se disuelve a una velocidad absolutamente inédita en la historia de nuestros gobiernos democráticos. Las alabanzas se convierten en ataques en cuestión de horas y a la gente le entra la risa floja cuando alguien recuerda que las normas del fair play democrático les ofrecían a todos los gabinetes novatos un periodo de gracia de cien días. Esto es la guerra y aquí no se hacen prisioneros.

A los que nos hemos criado en la placidez de la política tradicional, la rapidez de los actuales sucesos políticos ha acabado por desorientarnos y por sumirnos en un estado de perplejidad permanente. Comprobamos estupefactos como asuntos estratégicos e irrenunciables desaparecen de la agenda pública de un día para otro, mientras son sustituidos por ocurrencias inesperadas que no figuraban en ningún apartado del programa de festejos. Las meteduras de pata, que hace unos meses habrían provocado una grave crisis institucional, se suceden sin apenas consecuencias y los líderes de los diferentes partidos cambian de opinión sobre temas fundamentales con un desparpajo envidiable y sin manifestar ni la más mínima señal de culpabilidad.

Dicen los expertos que esta nueva política, basada en los principios del clásico aquí te pillo, aquí te mato, ha llegado para quedarse. El nuevo panorama mediático abierto por internet, la aparición de los populismos y la inestabilidad de los electorados han enterrado el tiempo de los matices y de los remilgos. El partido que no se apunte a esta loca carrera de impactos y de mensajes simples y espectaculares se quedará rezagado en la competición y estará condenado al fracaso y a la irrelevancia.

Un vistazo a las páginas de los periódicos o a los informativos de las radios y de las teles nos deja la sensación de que en este país las cosas de la política van muy rápidas sin que nadie tenga ni la más remota idea de cuál es el punto de destino final de este despliegue de velocidad. Resulta inevitable preocuparse por la drástica desaparición del medio y el largo plazo del debate público. Esta nueva forma de hacer política puede tener su cara divertida y morbosa, pero va acompañada de un lado oscuro de consecuencias imprevisibles provocado por su superficialidad y por su patológica resistencia a abordar la solución de los problemas más complicados, que suelen ser también los más importantes y los que más afectan al ciudadano.

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